domingo, 3 de marzo de 2019

Peñalara, el corazón de Guadarrama.

Este inicio de año está siendo una locura, y tengo la sensación perpetua de que no tengo tiempo para nada. El máster que estoy cursando es una parte nada desdeñable del problema, pero no la única... ni diría que la más importante. Sobre todo es una cuestión de que, de un tiempo a esta parte, me agobia estarme quieto, y la cantidad de veces que suelto un "A la mierda, me voy al campo" está creciendo. Que no estaría mal, claro, si no fuera porque eso está perjudicando algunos aspectos de mi vida, entre ellos el tiempo que le dedico a la parte de gabinete de este proyecto. No hay más que ver que esta entrada, que habla de la última salida de 2018, tuvo que esperar más de dos meses. También influye que coincidieron varias cosas (unos cuantos concursos en los que pretendía conseguir algo de financiación, sin éxito, algunos proyectos ajenos a este que me robaban mi tiempo, etc) que me fueron quitando las pocas horas que podía dedicar realmente a esto. El futuro parece un poco más despejado, aunque nunca se sabe, y espero con ganas esta primavera en la que, si todo va bien, Doñana, Caldera de Taburiente y Garajonay subirán a nuestra lista de Parques Nacionales. Si todo va bien. Estoy bastante ilusionado, especialmente con Doñana, donde crecí, y sin duda serán un reto interesante. Pero todo llegará, por ahora, vamos a Guadarrama, excepcionalmente sin nieve.




Me quejé amarga y frecuentemente acerca de la maldición que pesa sobre mí con Guadarrama: seis años a su sombra sin interesarme lo más mínimo por ella -de nuevo, suena la voz de mi padre de fondo, recriminándome no haberme interesado en cosas de las que me podía enseñar mucho-, y cuando decido hacerlo, pillo las rachas de nieve más duras cada vez que voy. Aunque tiene su truco (este año fue el primero que no bajé en verano), la verdad es que demostré una puntería digna de elogio en 2018. Y cómo olvidar aquella primera visita en la que, nada más empezar, resbalé y partí el objetivo a la mitad. Esta vez, sin embargo, conseguí coincidir con la falta de nieve y, bastante motivado, planeé con mi padre la subida a Peñalara. Esta subida tenía, además, el aliciente de ser la primera ruta medianamente seria que hacía con el objetivo nuevo, y tenía bastante curiosidad acerca de cómo iba a comportarse y de cómo iba a llevar yo lo de ir cargando con dos kilos al cuello. Elegir Peñalara tenía su razón de ser: se trata de una ruta razonablemente corta y razonablemente sencilla, de buen acceso y bastante llamativa. El Parque Natural de la Cumbre, Circo y Lagunas de Peñalara es, además, el germen del Parque Nacional, y tenía un cierto flavor hacer esa ruta en concreto.


No había mucha nieve, pero los piornos seguían teniendo que pelear.

Aunque no me marché descontento, la verdad es que la ruta dejó un poco que desear. En primer lugar, culpa mía, porque no estaba particularmente fino ese día, no había dormido bien y lo noté. Uno de los problemas de no estar en buena forma es que, cuando el descanso es insuficiente, todo tu cuerpo te lo recuerda. El segundo, también culpa mía, fue el objetivo: aunque iba "preparado" con un monópode, de modo que no me dejé (del todo) el cuello, el peso adicional, cargado en un lateral, y la tensión de sujetarlo con la mano para que no colgase dificultó la subida. Me falta práctica -concluí-  y me sobran kilos y cigarros. Pero tampoco acabaron ahí los problemas, claro. Otro de ellos, el más evidente, es que incluso en un día en que esperábamos poca gente (31 de Diciembre, nada menos), había muchos visitantes. A lo mejor no eran muchos en términos absolutos, ni siquiera muchos en relación a otros días, pero demasiados en cualquier caso, resultaba imposible andar y perder de vista a otros grupos: si acelerabas, pillabas a los de delante, si parabas y dejabas pasar, en seguida llegaban más. Además, y no descarto que relacionado con ese continuo trasiego, no se veía un bicho. No es la primera vez que me pasa esto, pero con el peso adicional, es algo que resulta frustrante. Salvo por unos cuantos pajarillos en Cotos, otros que os contaré ahora, pasada la Laguna Chica, y algún buitre lejano, Peñalara resultó un desierto. Quizás sea por la época, quizás por los visitantes, quizás sea lo normal, aún no lo se. Finalmente, y aunque entiendo que los caminos en la naturaleza no tienen por qué ser buenos, el de subida a Peñalara es particularmente malo, de piedras sueltas y tierra, incomodísimo de andar.


El piquituerto (Loxia curvirostra) tiene un pico en forma de cizalla para abrir piñones.

Pero ya basta de quejarse, ¿no? Sí, Lume, ya está bien, sabemos que le tienes manía a Guadarrama, no nos aburras más. Siendo francos, estoy pintando una Peñalara horrible, y eso es tremendamente injusto. Uno llega a Peñalara y entiende por qué se declaró Parque Natural: el entorno es un circo perfectamente marcado, en el que se ven varios frentes, con las lagunas brillantes bajo el sol y los riachuelillos que, sin contexto, bien podrían haber colado en un documental sobre la costa norte de Canadá. Empezamos la ruta en Cotos, tras un ratillo de sacar pájaros junto al centro de visitantes, y empezamos el ascenso, evitando las placas de hielo (alguna caída contemplamos) que se escondían en las zonas de tierra. Pasamos junto al mirador de la Gitana, una vista espectacular del Valle del Lozoya, y junto al Depósito, donde debimos desviarnos para ir hacia la Laguna por el camino más sencillo... cosa que no hicimos porque no vimos la salida. Impresionante. Es en el Depósito, en dirección al Pico, donde el camino se vuelve feo y empinado. Un poco más adelante, encontramos una bifurcación,  y volvimos a elegir la que no era. Mientras íbamos, poco a poco, dándonos cuenta de que el camino subía y subía, y que las Lagunas quedaban más y más lejos, apareció la tercera bifurcación. Diré ahora que ese trozo de mal camino mereció la pena por poder coger el desvío del Refugio Zabala. El terreno era de pronto montaña, pero montaña de verdad, no un camino artificial. Tras rebasar la hondonada y el collado de un circo secundario, nos plantamos en las peñas donde se encuentra el refugio y paramos, finalmente. Sólos. De todo el día, aquel rato, que aprovechamos para comer -y yo para arrancarme un pedazo de labio de un mordisco que me pone en evidencia ante la selección natural- fue sin duda el mejor. No sólo por las vistas del Circo de Peñalara, que eran espectaculares, sino porque, por primera vez, estábamos sólos, con el silencio montañés, esa especie de ruido blanco que caracteriza a la alta montaña, como única compañía. Repuestas las fuerzas, comenzamos el descenso hacia la Laguna Grande. Si en verano habría sido una bajada de hacer con cuidado, en invierno, con restos de nieve y hielo, fue toda una aventura. Tanto, de hecho, que bajé con la cámara guardada por miedo a una caída. Los huesos sueldan, las cámaras no. Tardamos cerca de media hora en salvar el trozo más peliagudo, pero llegamos sin mayores problemas junto a la Laguna, donde nos reincorporamos a una de las rutas habituales... y tan habituales, a los pocos minutos empezamos a cruzarnos con turistas. Quiero hacer notar que uno de esos grupos (turistas asiáticos, unos veinte) iban vestidos como quien recorre el centro de Madrid. Alguno no había podido más y llevaba ya los zapatos en la mano. Esas cosas nunca dejan de sorprenderme.



Los arroyos de deshielo crean curiosos diseños entre las turberas.

Atravesamos con calma el fondo del circo, entre turberas que son recuerdo de una Laguna anterior, hasta llegar a la estación de la fractura que provocaron en el frente glaciar los pequeños riachuelos que nacen en el Circo. Aquí podíamos coger dos caminos hacia el sur. Si el lector es un poco espabiláo seguro que deduce aquí que eran, justamente, esos dos desvíos que nos habíamos saltado. Uno de ellos (pasada la morrena) es un descenso paulatino y suave hasta el Depósito. El segundo, que cogimos, tiene algo más de desnivel, a pesar de lo cual fue el que elegimos, de nuevo providencialmente. Pasa junto a la Laguna Chica, pasa un collado y acaba uniendo al camino del Pico. Aparte de otro rato sin más compañía que nosotros mismos, elegir esta ruta nos permitió encontrar un grupo de unos 15 mirlos capiblancos (Turdus torquatus) que estaban invernando entre los piornos y los pinos del Cerro del Cuco. Aunque no tengo grandes fotos suyas, fueron más que suficiente para identificarlos y comunicar su presencia a SEO, ya que el punto no aparece entre sus zonas conocidas de invernada. Contentos por el hallazgo, terminamos la bajada con calma y dimos por finalizada la visita.



Aunque pequeño, lejano y mal iluminado, el babero blanco es inconfundible.

La verdad es que no siempre soy justo con Guadarrama: el modo en que se declaró, la forma del Parque y la cercanía a Madrid son cosas que pesan mucho. Al final, no dejo de ser una persona, y a un Parque llego siempre con mis filias y mis manías. Pero bueno, eso también es parte del Proyecto: no ceñirme a mis "Parques de confort", ir un poco más allá de lo que me resulta fácil, de mis primeros instintos. Mientras subíamos, por ejemplo, iba rezongando que quién me mandaba meterme a subir Peñalara, pero la vista desde Zabala compensó la subida. La falta de fauna, que me mortificó todo el día, fue nada comparada con el grupo de capiblancos. Y, a pesar de mis quejas (durante y tras la salida), la verdad es que me lo pasé bien y vi cosas interesantes, que es de lo que se trata al final. Peñalara es una salida bastante sencilla de hacer y que no requiere grandes esfuerzos, muy recomendable como primera aproximación a la alta montaña y perfectamente realizable con niños... y no sólo eso, posee una belleza y unos paisajes a la vez sorprendentes y educativos, una muestra perfecta de cómo de poderoso puede ser el moldeado que la naturaleza realiza en nuestro paisaje.


¡Con el refugio de Zabala nos despedimos de Guadarrama hasta la próxima!