mércores, 30 de outubro de 2019

Benahoare, la isla de la Caldera.

No siempre resulta fácil mantener un proyecto como este a un ritmo constante. La razón es sencilla, no vivo de esto, lo que me obliga a desplazarlo en mi orden de prioridades. El trabajo de gabinete, es decir, la edición y las entradas, se ven a veces postergados sine die cuando la vida no me da para más. Tampoco todo el material que genero es igual de fácil de tratar. Suena a excusa y, a ser sinceros, lo es en cierta medida. Pero aquí estamos, otro día, otra entrada más, dispuestos a comenzar a dar salida a nuestro material canario. Tras la entrada sobre Garajonay, me encontré ante el problema de cómo encarar la isla de La Palma. Lo cierto es que fue una visita tan intensa y variada que el reto es sintetizar todo lo que vimos en un número razonable de entradas para no pasar el resto del año hablando de este viaje. Tras valorarlo, creo que lo mejor es empezar hablando de la isla en sí misma, una tierra de contrastes intensos, una isla que no desmerece a sus Parques ni la catalogación como Reserva de la Biosfera. Lo mejor será empezar hablando de La Palma.


El lagarto tizón (Gallotia galloti) es casi omnipresente en La Palma.

Marcando el extremo noroccidental del archipiélago, La Palma es una isla con forma de lágrima invertida, y es una de las más jóvenes de Canarias. De hecho, la última erupción, la del Teneguía, tuvo lugar en 1971, y aún se considera un punto caliente de vulcanismo. Las erupciones sucesivas moldearon el paisaje con fuerza y claridad, y la propia historia geológica de la isla aparece ante los ojos sin tener que esforzarse demasiado. Su altura permite la retención de nubes, cuyas descargas modelaron el ya espectacular paisaje volcánico para darle la forma que vemos hoy. No está muy claro en qué momento se pobló La Palma por primera vez, aunque se suele considerar que, en el momento de la conquista castellana, tenía alrededor de 2000 años de poblamiento a sus espaldas. Se cree también que recibió más de un aporte poblacional, entre ellos una llegada de migrantes saharianos en torno al s.VIII. Para el s.XV, la isla, denominada Benahoare por sus habitantes, se dividía en doce bandos. Resulta notable que los aborígenes canarios carecían de metalurgia debido a la carencia de materias primas, aunque sí se han encontrado evidencias de pictogramas alfabetiformes relacionados con las lenguas bereberes. También habían perdido la capacidad de navegación, por lo que el aislamiento entre las islas fue casi absoluto. Benahoare fue la penúltima isla en caer en manos castellanas, durante la denominada conquista real, y fue sometida por Alonso Fernández de Lugo que, desembarcando en Tazacorte y tras firmar un acuerdo con los líderes de cuatro de los doce bandos, sometió con relativa facilidad al resto. Sólo el de Aceró resistió un tiempo, refugiado en la Caldera de Taburiente, hasta el apresamiento de Tanausú, su líder. Descabezado el bando, murió Benahoare y nació La Palma.


El cernícalo vulgar canario (Falco tinnunculus canariensis) anida en los cortados.

Quizás una de las cosas más impactantes de La Palma sea su paisaje. No se trata de que sea bonito (que lo es) o espectacular (que también), sino del marcadísimo contraste que se puede encontrar en muy poco espacio. Desde las húmedas laurisilvas de Las Nieves, pasando por los pinares de canario de la Caldera y Cumbre Vieja, decoradas con impresionantes formaciones geológicas como conos y roques, hasta las zonas volcánicas recientes del Teneguía, donde tuvo lugar la erupción terrestre más reciente del archipiélago, la isla es una sucesión de ecosistemas diferentes. ¿Cómo se puede describir una isla que tiene a unos pocos kilómetros un densísimo bosque húmedo y un erial de polvo donde la vegetación especializada de aferra a la vida? Resulta muy difícil describir La Palma como una unidad porque, para ser sinceros, no lo es. Ni falta que le hace, ollo.


El zifio de Blainville (Mesoplodon densirostris) fue una agradable sorpresa en Tazacorte.

Nuestro viaje resultó intenso, pero provechoso, y creo que fuimos capaces de exprimir los días que pasamos allí. Las rutas a pie (Barranco de las Angustias en el Parque Nacional de Timanfaya, Los Tiles en el Parque Natural de Las Nieves y Los Volcanes en el Parque Natural de Cumbre Vieja) resultaron agradables y muy provechosas. Quiero aprovechar para recordar a las cabezas locas (como yo) que: 1) Si tenéis una lesión "curada" y os resurge, no os forcéis, podéis pasaros semanas lamentándolo. 2) En Canarias hay que echarse crema bien, si os la extendéis mal, os arriesgais a pasaros unos entretenidos días con ampollas en los hombros. Aunque ambas cosas (sí, ambas, y además el mismo día) me sucedieron, no fueron capaces de arruinar la experiencia. También en coche se pueden disfrutar sitios espectaculares, como la Cumbrecita (de donde sale un sendero guiado) o la ladera norte de la Caldera, hasta el Roque de los Muchachos. Aunque en Canarias -no sólo en La Palma- las carreteras estrechas junto a paredes verticales son casi un cliché paisajístico, y pueden resultar un poco impresionantes de primeras, tengo que reconocer que son unas carreteras que se disfrutan una barbaridad.


El volcán de San Juan es una de las vistas más espectaculares del P. Nat. de Cumbre Vieja.

Mención aparte merecen las costas. Como soy oceanógrafo, tengo una necesidad innata de valorar la riqueza marina de cualquier sitio al que voy. No pude bucear en esta ocasión, pero sí pudimos realizar una salida en barco por la costa norte de Tazacorte, en el oeste de la isla. Zifios, una familia de rorcuales y los omnipresentes delfines moteados fueron nuestros compañeros de viaje, mientras las pardelas atlánticas nos sobrevolaban de continuo, atentas siempre a los bancos de peces. Quedé, en general, satisfecho con el hacer de la tripulación, que se movió con cuidado cuando aparecían los cetáceos. Siempre se pueden hacer mejor las cosas, pero visto lo que algunas empresas entienden por observar cetáceos, nuestra experiencia fue más que aceptable.


Una gaviota patiamarilla (Larus michahellis) le roba el almuerzo a una pardela atlántica (Calonectris borealis).

Dejo para el final una de las cosas que más me impresionó de La Palma: la Ley del Cielo. Ignoro si se llama así realmente, o es sólo cómo la llamaban ellos, pero es una normativa que, grosso modo, restringe la luz que se puede emitir en la isla, con el fin de preservar la calidad del cielo nocturno. Esto suena bastante romántico, pero tiene más que ver con la presencia de varios observatorios astronómicos en la ladera del Roque de los Muchachos que con consideraciones más poéticas. A pesar de ello, la normativa (que establece la potencia máxima de las bombillas, la orientación de las farolas, etc) tiene un efecto notable, permitiendo que, en medio de una población, puedas ver estrellas que los urbanitas no estamos acostumbrados a poder ver. Sirve, además, de buen ejemplo: las calles no resultan oscuras para nada, y la iluminación, aunque suave, es más que suficiente, e incluso más agradable que las agresivas luces que son sinónimo de poblamiento humano en tantos lugares. Para quitarse el sombrero.


No hay muchos sitios donde encontrar palomas bravías (Columba livia) puras. La Palma es uno de ellos.

Llegamos al final de esta entrada con la cabeza ya trabajando en cómo afrontar las siguientes. Creedme si os digo que la cantidad de información que recopilé sólo sobre la Caldera da para un buen puñado de entradas. Poquito a poco, iremos sacándolas, sin prisa pero sin pausa. Quisiera acabar dando las gracias a algunas personas que hicieron de este viaje algo espectacular y cuya experiencia y conocimiento valoro como algo realmente especial. En primer lugar, a Ángel, Director del Parque Nacional de Caldera de Taburiente, por su buen humor y su enorme trabajo, así como por arrastrarnos al Parque Natural de Cumbre Vieja. También a Antonio, de Tragsa, cuyas experiencias me parecen dignas de un documental, y que nos enseñó buena parte de las acciones de conservación que se llevan a cabo en el Parque. A Laura, de la Reserva de la Biosfera, con la que coincidimos menos pero que también nos contó gran cantidad de cosas interesantes sobre toda la isla. Y, finalmente, a David, Agente del Parque y gran fotógrafo, que nos acompañó durante el primer tramo de la ruta del Barranco de las Angustias y nos enseñó detalles que, de otro modo, nos habríamos saltado. Entiendo que suena un poco a tópico, pero al final la gente es el mejor patrimonio que nos encontramos allá donde vamos. Nos veremos pronto. Y en cuanto a La Palma... ¡qué remedio, tendremos que volver pronto también!


¿Qué mejor que la costa desde las salinas de Fuencaliente para decir "Hasta pronto" a La Palma?

sábado, 29 de xuño de 2019

Si hoy es viernes, esto es Garajonay.

Si nos seguís en nuestras redes (y, si no, ¿a qué esperáis para encontrarnos en Facebook e Instagram?), ya sabréis que nos hemos pegado una pequeña paliza por Canarias recientemente. Dos Parques Nacionales, dos Parques Naturales, dos Reservas de la Biosfera, un puñado de espacios de la Red Natura 2000... ¡así no hay quien descanse! Pero sarna con gusto no pica, y pocas cosas nos gustan más en este proyecto que volver de los viajes más cansados de lo que nos fuimos. Aunque nuestra base de operaciones y, por tanto, la mayor parte de los recorridos, estaba en la isla de La Palma, me empeñé especialmente en visitar La Gomera, con el ánimo de llevarme, al menos, una visión general de su Parque Nacional: Garajonay.


Los mares de nubes son cotidianos en La Gomera y permiten la existencia del monteverde.

Pero llegar a la Gomera desde la Palma no es asunto sencillo. Quizás, visto en perspectiva, coger un avión y alquilar un coche por un día habría sido más sencillo y eficiente, pero es la clase de ideas que a uno se le ocurren cuando son las cinco y media y ya está a punto de embarcar en el ferry. Claro, que el ferry tiene sus encantos, como ir con las pardelas -atlánticas y pichonetas, al menos- volando a la par para aprovechar el viento que generaba el propio barco. ¡Ay, si hubiésemos tenido más luz! También la propia isla, entre dos luces, tiene un encanto especial, muy impresionante, y verla aparecer (o desaparecer, a la vuelta) desde la oscuridad absoluta es emocionante. Sólo esto habría compensado el madrugón y la paliza, pero aún nos quedaba lo mejor, claro. Y es que La Gomera es una isla absolutamente impresionante de recorrer, y la simple llegada a San Sebastián, su capital, nos iba anticipando lo que íbamos a encontrar. Dije unas cuantas veces -quizás muchas, pero desde luego no las que merecía- que había infravalorado enormemente la monumentalidad de los Parques canarios. Cuando uno piensa en Parques con un paisaje estremecedor, suele mentar sitios como Picos u Ordesa, quizás Aigüestortes. Algún enamorado podría citar también Guadarrama o Monfragüe. Pero la escala y la espectacularidad del paisaje de Garajonay y la Caldera las colocan claramente en el grupo de cabeza en este aspecto. Se me antoja difícil transmitir la sensación de poderío y verticalidad de estas islas, y soy dolorosamente consciente de que las fotos tienden a limar las pendientes -al menos las mías-, de modo que vais a tener que fiaros de mi palabra y visitar en persona estos Parques.


La laurisilva y el fayal-brezal generan un ambiente espectacular.

Garajonay fue declarado Parque Nacional en 1981, entre otras razones, por ser la mayor extensión continua de monteverde macaronésico, un tipo de bosque húmedo muy particular que, a su vez, se divide en dos cinturones, uno externo de fayal-brezal y uno interno de laurisilva. Que uno se pregunta, ¿qué pinta un bosque húmedo en Canarias, si en el pronóstico del tiempo siempre le ponen un sol? Las zonas en las que aparece el monteverde suelen estar orientadas a norte o a nordeste, porque Canarias tiene los alisios (vientos suaves de componente nordeste, que aquí se pueden ver casi pintados en las nubes) como viento dominante lo que, unido a la insolación y la evaporación, favorece que las masas de humedad se vean empujadas contra las islas, donde condensan y forman nieblas que ascienden por los barrancos. Aunque esto sucede con bastante frecuencia, nosotros coincidimos con un día claro de sol, aunque con un viento agradable que nos evitó pasar demasiado calor. También ayuda -tanto a retener la humedad como a que nosotros no muriésemos-, a qué negarlo, la densísima capa de vegetación, que genera un sotobosque umbrío y fresco, incluso bajo el sol más intenso. Estas circunstancias no son, en absoluto, casuales, y tienen gran importancia para las especies, animales y vegetales que pueblan el monteverde canario y, concretamente, el de Garajonay. El monteverde es un bosque relíctico, es decir, un superviviente de otra era, y una de las señas de identidad de la Macaronesia. Los gomeros, por lo que nos contaron, se sienten muy orgullosos de su monteverde -¡no es para menos!- y lo valoran enormemente. De hecho, el incendio que, hace siete años arrasó más del diez por ciento de la isla, incluyendo un buen pedazo del Parque, es considerado un punto negro en la historia de la isla.


La huella del fuego sobre el fayal-brezal del sur del Parque.

La combinación de humedad y monteverde permite que buena parte del Parque esté compuesto por densos bosques de cubierta, es decir, un dosel verde en el que los árboles compiten por la luz y una parte baja despejada, en la que abundan los líquenes y los hongos. Una densa -¡y resbaladiza!- cubierta de hojas muertas cubre el suelo, en el que los mirlos rebuscan invertebrados diversos. Tan frecuente era esta actividad (vimos más mirlos "excavando" que en ramas) que empezamos a bromear con describir el Mirlo excavador de la Gomera como nueva especie para la ciencia. El monteverde es también hogar de dos especies de aves endémicas y muy especiales, la paloma turqué (Columba bollii) y la paloma rabiche (Columba junoniae), conocidas en conjunto como palomas de laurisilva. Ambas especies resultan espectaculares -y no soy alguien dado a impresionarse con las palomas, precisamente-, especialmente la segunda, que posee una franja blanca al final de la cola, un sorprendente destello en el aire. No tuve ninguna a tiro -miento, tuve una de cada, pero soy un torpe y se me fueron-, algo que me entristece bastante. Pero bueno, motivos para volver.


La índica canaria (Vanessa vulcania) es un endemismo macaronésico.

La visita a Garajonay fue, dado que la configuración del Parque lo permite y teníamos poco tiempo, superficial y roadtripera. Existe una carretera que cruza el Parque, bifurcándose cerca del límite Este, y la recorrimos entera, haciendo paradas en miradores y apartaderos. Cayó también algún senderito corto, nada excesivo, pero un buen anticipo de lo que el Parque puede ofrecer. Existe también una red de senderos bastante extensa que permite una experiencia diferente, recomendable para quienes visiten Gomera ex profeso. Además, en Gomera, igual que en La Palma, existen líneas de taxi que dejan a los visitantes en la parte alta de algunos senderos, algo que, teniendo en cuenta los desniveles que se salvan, es un auténtico punto a favor. Yo, desde luego, tengo una visita de este estilo pendiente a este Parque. Si hay un punto que criticar, este es que, a partir de cierta hora, se llena de gente, más de la que puede asumir. De un modo parecido a lo que sucede en otros Parques en los que el espacio es una limitación pero reciben muchas visitas (me viene Guadarrama a la cabeza), pillar un pico de visitantes puede hacer imposible parar e, incluso, estropear la visita. Para estos casos, claro, lo ideal es averiguar cuándo son esos picos y evitarlos.


También el mosquitero canario (Pylloscopus canariensis) es endémico, en su caso de las Canarias occidentales.

Aunque no estoy nada descontento con esta visita -fue tan limitada como esperaba, y el Parque fue más espectacular de lo que suponía-, desde luego confirmó mis sospechas de que Garajonay es uno de esos Parques que hay que andarse. Y, a ser posible, a lo largo de varios días, para poder verlo en todas sus versiones: el contraste de un día de sol, los tonos sutiles del verde en un día nublado y, sobre todo, la belleza casi jurásica de los días de niebla. También el resto de la isla, terriblemente abrupta y cuajada de barrancos -¡si vais, fijáos en los sistemas de poleas que bajan de la carretera a algunas casas, barranco abajo!-, aunque menos exuberante en general, merece una visita detenida y un buen número de paradas.


El lagarto de Lehrs (Gallotia caesaris) levanta las patas cuando se detiene, para no quemarse.

Quiero finalizar esta entrada dando las gracias a tres personas cuyos nombres -oh, sorpresa- no recuerdo. Una de ellas fue el guía del Parque que atendía en Laguna Grande, por su amabilidad y ayuda. Las otras dos son la pareja que encontró el móvil de mi madre en un mirador aleatorio y decidió que era buena idea acercarlo a Laguna Grande. Siempre es un placer encontrar buena gente mientras viajamos.

Es difícil no enamorarse de estos paisajes.

domingo, 21 de abril de 2019

Doñana, de la arena a la arcilla.

Cada Parque Nacional es diferente, pero todos son especiales, a su modo. Para aquellos que somos parqueros, cada uno que visitamos nos dará algo nuevo y diferente. Esta "campaña de primavera" va a ser especialmente interesante, con dos Parques canarios que no conozco (Caldera de Taburiente y Garajonay), pero empezó hace unos días, también con rumbo sur, pero algo más cerca. Debo reconocer que Doñana no entraba en mis planes iniciales, que apuntaban más en dirección a Aigüestortes, pero finalmente, al diseñar el viaje, acabó siendo la opción más deseable. Le tenía -le tengo- un poco de respeto a este Parque porque, como os contaba en el Piloto de este blog, yo me crié allí. Volver a Doñana no era sólo una cuestión de visitar un Parque nuevo, era una vuelta a las raíces en toda regla. Hacía unos quince años que no bajaba de Sierra Morena, que no volvía al que fue mi pueblo, Almonte, ni recorría los paisajes de mi niñez. Para semejante reencuentro, sin duda el tiempo que pude concederle se queda corto: fueron tres días, sí, pero con un mes tampoco me habría dado tiempo a todo. Mi prioridad fue, sin vacilar, cubrir el máximo número de ecosistemas diferentes, marcharme, en definitiva, habiendo sido capaz de crear una imagen mental de lo que Doñana puede ofrecer. Y creo, sin un asomo de humildad, que lo conseguí.


El Milano Negro (Milvus migrans) es absoluto dominador de los cielos de Doñana.

Pero, ¿qué es Doñana? Es importante entender que los Parques Nacionales, por su propio concepto, pueden ser acotados, se puede decir qué representan. Picos sería un ejemplo de alta montaña caliza, Cabrera de isla mediterránea, Timanfaya de paisaje volcánico joven... y así hasta quince. Doñana, por su parte, es un estuario terminando de colapsar, un campo de batalla donde el Atlántico y el Guadalquivir moldean el paisaje de modo continuo y a una escala difícil de concebir. De hecho es, más que la mayor parte de los espacios de la Red, un lugar efímero: hace seis mil años, Doñana era un estuario abierto, mientras que ahora son unas marismas. Hace algo más de cuatrocientos, Felipe II construyó una serie de torres en la costa, de las cuales la mitad fueron engullidas por el mar y la otra mitad están ahora tierra adentro. La playa de Castilla, esa enorme extensión de arena entre Huelva y Sanlúcar de Barrameda, es un sistema en constante movimiento, y la Doñana del futuro será, sin duda, muy diferente. Pero esos tiempos aún están por llegar, y hoy Doñana se compone de tres elementos principales: las dunas, la marisma y el monte. Cada uno de ellos tiene sus particularidades, y sus subdivisiones, pero creo que se trata de una buena forma de clasificar este Parque. Debo aclarar también que hablo de Doñana como un conjunto único, pero en realidad se compone de zonas con diversos niveles de protección (Parque Nacional, Parque Natural, Reservas Naturales Concertadas...). Entre todas conforman lo que se conoce como Espacio Natural de Doñana que, a efectos de este proyecto, será la unidad operativa elegida, por comodidad y porque creo que resulta lógico. Así que, con el ánimo de ver una buena muestra de cada uno de estos ecosistemas, Irene -colaboradora habitual de este proyecto- y yo cogimos el coche el Domingo de Ramos y bajamos al encuentro de mi niñez.


Si hay una especie que identifico con Doñana, esa es la Espátula Común (Platalea leucorodia).

Puestos a empezar, quisimos empezar por la Marisma. Yo tenía muy buenos recuerdos de la FAO, nombre que se daba a la zona en la que se encuentra el centro de visitantes José Antonio Valverde y en la que la propia FAO tuvo algunas fincas. En realidad, esa zona se llama Marisma Gallega, y para llegar elegimos el camino desde Villamanrique, que recorre kilómetros a través de los muros -pistas elevadas sobre tierra- por la zona norte del Parque. Ya desde el principio, las aves hicieron acto de presencia, en enorme número y variedad. Aunque los muros no permiten ir muy rápido, entre Villamanrique y la FAO median alrededor de treinta kilómetros, por lo que debería ser un viaje relativamente corto. Debería, claro, si no fuera porque cada poco nos parábamos a ver otro grupo de pájaros diferente. Dejando la Marisma Gallega a la derecha, con agua y vegetación abundantes, fuimos avanzando poco a poco hacia el sur, hasta llegar a la FAO y su impresionante colonia de moritos. A pesar de tener el sol de cara -absurdo error de cálculo-, la escandalera que montaban era inconfundible, y en la primera línea de vegetación se podían ver cientos y cientos de ellos, formando la que es, sin duda, una de las mejores atracciones del norte del Parque. A cambio, debo reconocer que el Centro de Visitantes no está a la altura de su ilustre epónimo -principal promotor de la protección de Doñana-, con una exposición que, aunque aceptable para el tamaño y la ambición del centro, estaba en algunos puntos en un mal estado inexcusable. En la FAO, torcimos al este, para dejar a la derecha el Lucio del Lobo primero y Caracoles después. El primero tenía algo de agua y algo de fauna (aves acuáticas y una familia de jabalíes), pero el segundo estaba ya seco, anticipo de un mal verano para la Marisma. A nuestra izquierda merecen una mención especial las casas abandonadas y semiderruidas, donde anidan los cernícalos primilla y donde conseguí -por fin- ver un elanio azul. Seguimos el muro hasta el puente de Don Simón -tras pasarnos y dar una buena vuelta-, saliendo del Parque para dirigirnos, entre arrozales, a Puebla del Río, concretamente a la Dehesa de Abajo. ¡Y vaya viento nos pilló! Durante el rato que estuvimos allí, el viento no dejó de soplar ni un instante, fuerte y constante en intensidad y dirección. ¡Ni siquiera en los observatorios estábamos a salvo! A pesar de esto, el paseíto que nos dimos -ni siquiera la ruta completa- fue entretenido. Cigüeñas a dos pasos, los primeros abejarucos del año, los patos, fochas y flamencos en la laguna, garcillas bueyeras en su entorno -es decir, entre vacas-... todo accesible y cómodo, y con la sensación de que una visita más larga era perfectamente posible sin saturarnos. De Dehesa nos dirigimos a Cañada de los Pájaros, otra Reserva Natural Concertada de la que guardo muy buenos recuerdos. Plácido y Maribel, que la dirigen, son amigos de la familia desde hace años, y volver a Cañada me hacía una especial ilusión. Aunque los más puristas pueden echarse un poco para atrás -en definitiva, no deja de ser un  núcleo zoológico con especies en diferentes regímenes de libertad-, todas las facetas de su trabajo (recuperación de ejemplares, mantenimiento de irrecuperables, educación ambiental, programas de cría ex situ...) hacen que sea un sitio que merece la pena visitar, y la pasión que ponen en su trabajo se hace notar. 


El de las canasteras (Glareola pranticola) es un vuelo realmente impresionante.

Tras una noche algo más corta de lo que nuestros organismos deseaban, madrugamos el segundo día con un objetivo claro: el amanecer en El Rocío. Pero las cosas no siempre salen como uno quiere, y la aldea nos recibió con una capa de niebla completamente impenetrable. Pensando en intentar algo con los moritos y los flamencos que se intuían entre la niebla, cogí la cámara sólo para darme cuenta de que me había dejado la batería en casa. Facepalm. La verdad es que nos dio un poco de rabia, porque el amanecer sobre El Rocío es una de esas estampas que son típicas por buenas razones, pero así es la vida: las brumas matinales son frecuentes en la zona, como nos indica la toponimia local, y los olvidos son algo que cualquiera puede sufrir. Un poco frustrados, pero con intención de mejorar el día, nos plantamos en el Centro de Recuperación del Acebuche -previa vuelta por Almonte para recuperar mi batería- para remontarlo. Allí nos encontramos con Joaquín y Narciso, que ya trabajaban allí cuando yo era niño y que siguen dando lo mejor de sí mismos cada día para conservar Doñana. El Acebuche cambió mucho en estos años: el Centro de Recuperación como tal está cerrado y el conjunto está transferido a la Junta. Pero ahí siguen, haciendo lo que toque o lo que les dejen. Ese día, por ejemplo, tras alimentar a las malvasías europeas (Oxyura leucocephala), de lo poquísimo que queda del Acebuche que conocí,  cogieron el todoterreno para adentrarse en el Parque y controlar los nidos de Águila Imperial (Aquila adalberti), como parte del programa de seguimiento de ésta, una de las especies más emblemáticas de la Península. Nos dieron además la oportunidad de acompañarles y ver de primera mano su trabajo. Hubo suerte, y en uno de los nidos ya estaban cebando a los pollos, prácticamente recién nacidos. Entre las paradas, el contraste de Doñana en todo su esplendor, desde la enorme Playa de Castilla, a través de las dunas, siguiendo la Marisma -que recorrimos de sur a norte-, hasta Caracoles, donde habíamos estado el primer día, pasando luego por el Coto del Rey en dirección al Ajolí y el Rocío. No me cabe en una entrada todo lo que vimos (especies y especies de aves, jabalíes, ciervos...) ni de lo que podríamos haber visto, pero es, de lejos, una de las zonas más ricas faunísticamente que conozco. Pasamos el Coto del Rey con ojo, porque es zona lincera -de hecho, hay zonas cerradas, supusimos que por alguna camada localizada-, pero si doce años en Doñana no me sirvieron para ver lince en libertad, ya habría sido suerte haber coincidido. En cualquier caso, fue una experiencia y una suerte enorme, tanto por el entorno como por poder ver en primera fila cómo sigue existiendo gente que hace posible conservar la naturaleza.


Los canales de la Marisma deparan sorpresas, como este martinete (Nycticorax nycticorax) adormilado.

Ya de vuelta en El Acebuche, nos quedaba otro compromiso: Antonio Rivas y el Centro de Cría de Lince Ibérico. Yo, que conocí ese centro hace años, cuando las trabas administrativas y la negativa a traer un macho lastraban el proyecto hasta hacerlo casi inviable, lo encontré muy cambiado. Quince años dan para muchos avances. Antonio, Sandra -una de las encargadas del Centro y que aún me recordaba- y Jess nos explicaron cómo se va desempeñando el proyecto, cómo se controlan los ejemplares y dónde se liberan. Aunque el acceso a las instalaciones está muy restringido -y tengo muy claro el objetivo de los centros de trabajo y que ese objetivo es prioritario sobre mí o sobre cualquier visitante-, debido a que las hembras estaban recién paridas, la verdad es que el sistema de cámaras que tienen, de buena calidad y varias de ellas manejables de modo remoto, daba para ver francamente bien a los bichos. De modo similar a lo que nos había sucedido de mañana, el hecho de poder ver el trabajo en vivo es algo maravilloso que pone en valor, aún más, todo aquello que vemos en un Espacio Natural Protegido. No es fácil, muchas veces no es agradecido, pero es importante. Todos ellos, los que mencioné y los que no, trabajan para proteger algo que también es vuestro... y no siempre se lo agradecemos como se merecen. Ya terminando en El Acebuche, y bastante fundidos, nos planteamos completar el día con una corta visita a La Rocina y su joya, el Palacio del Acebrón. No recordaba el Palacio -salvo los leones, a los que me subía de niño, antes de que lo prohibieran-, y la verdad es que tiene una exposición bastante interesante, centrada en el concepto de el hombre y el medio, fundamental en los Parques Nacionales. Tampoco recordaba la impresionante colonia de aviones comunes (Delichon urbicum), con los que pasé un buen rato, fotografiando o, simplemente, mirándoles volar. Nota final y negativa para el paseo circular sobre el arroyo de La Rocina. No es que no sea bonito ni agradable, lo es y mucho, pero en muchos tramos es un sendero de tablas elevado entre metro y medio y dos metros por pilares sobre el suelo, y se nota la falta de mantenimiento en la inestabilidad de bastantes tablones. No es seguro, y eso es algo inadmisible. Espero que la Junta se decida a repararlo o, al menos, lo cierre mientras sea así, porque no quisiera que la siguiente noticia que reciba de ese sendero sea que un visitante se lesionó al ceder la estructura. Es una lástima porque, como digo, el paseo es agradable y tranquilo, muy apto para cualquier visitante.


Ya retirada de la cría, Brisa, una hembra de Lince Ibérico (Lynx pardinus) se relame tras un festín.

Llegó así, nuevo madrugón mediante, el tercer y último día. El plan era hacer el turista, es decir, hacer la ruta de la Cooperativa, que usa unos enormes autobuses todoterreno muy característicos -algunos estoy seguro de que estaban en uso cuando yo vivía en Doñana- para recorrer el Parque. La ruta que elegimos fue la de las dunas, y esto tiene una razón de ser: el sistema dunar de Doñana no sólo es impresionante, es la razón por la que el Parque es como es. Es de los pocos lugares del Estado donde se puede observar un sistema tan grande y tan completo, un valor que, por suerte, cada vez apreciamos más. Nuestra ruta empezó por la playa y las dunas, doblando la desembocadura por Malandar, pasando por el poblado de La Plancha -que recrea las chozas marismeñas, alojamiento tradicional de los pobladores de la Marisma-, el Palacio de Marismillas -residencia de los Presidentes del Gobierno-, y la excavación del Cerro del Trigo -donde comenzó la búsqueda de la mítica Tartessos en Doñana-, antes de enfilar las dunas y volver a la playa. Esta ruta tiene la ventaja de que ves todo lo que hay que ver. Se ven la playa, las dunas, un poco de marisma, algo de monte blanco y algo de monte negro -matorrales dominados por el jaguarzo y el brezo, respectivamente-, no demasiado de cada, pero sí algo de todo. Por el camino, de nuevo, infinidad de aves -entre ellas un Águila Pescadora exhibicionista y las siempre agradecidas Gaviotas de Audouin-, así como ciervos, gamos y jabalíes, y algunas vistas espectaculares. Aunque para la fotografía fue el día menos agradecido -un autobús es un sitio incomodísimo para hacer fotos y las paradas eran pocas-, aún pudimos hacer cosillas, y la guía de la salida, Pilar, fue ilustrando sobre los diferentes aspectos de la ruta. Quizás por ser guía yo mismo, o porque hice esa salida cientos de veces de niño, creo importante valorar el trabajo de los guías, no siempre agradecido por los visitantes y clave para cualquier espacio natural. De vuelta al Centro de Visitantes del Acebuche - cuya ala de interpretación estaba cerrado, espero que por la hora-, poco nos quedaba más que dar una pequeña vuelta por la laguna homónima, un corto paseo por el sendero de tablas y los observatorios, construidos a la manera de las chozas marismeñas, antes de coger el coche y emprender el camino de regreso.


Los corrales de pinos son una imagen típica de las dunas de Doñana.

La visita a Doñana era algo especial para mí. Tanto por criarme allí como por llevar quince años sin ir, tenía muchas expectativas, y la verdad es que es un Parque que no defrauda. Es cierto que la visita fue corta -dos días y medio-, pero a base de intensidad y un recorrido que considero haber diseñado con una habilidad bastante notable, veo el objetivo cumplido. Muchas cosas quedaron sin ver, pero la imagen general del Parque quedó bastante completa. A pesar de que no fue un gran año de agua, y probablemente espera un verano duro, Doñana resultó un gran destino que no me hizo lamentar ni una vez haberlo elegido para esta ocasión. Tendré que volver, claro -¡Mira tú qué pena!-, y algo sé con certeza: no volverán a pasar quince años sin volver allí. 


La ermita, la marisma y los flamencos. No está amaneciendo, pero cumplo el tópico.

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Quiero terminar esta entrada con un agradecimiento especial a todos aquellos que habéis hecho posible esta visita, os haya mencionado o no en el cuerpo de texto. Organizar una visita a un Parque del tamaño de Doñana con tan poco tiempo es siempre difícil, y la cantidad de kilómetros que tengo que recorrer para llegar no me dejan mucho margen de error, así que, por hacerlo posible, gracias. Tanto Irene como yo mismo salimos encantados, una desde la perspectiva de quien llega por primera vez y otro desde la perspectiva de quien vuelve a la que fue su casa. Espero que sea la primera de muchas.

Las fotos de Espátula (Cañada de los Pájaros), Canastera (Cañada de los Pájaros) y Lince Ibérico (El Acebuche) fueron realizadas sobre ejemplares cautivos que son parte de programas de recuperación.  

domingo, 3 de marzo de 2019

Peñalara, el corazón de Guadarrama.

Este inicio de año está siendo una locura, y tengo la sensación perpetua de que no tengo tiempo para nada. El máster que estoy cursando es una parte nada desdeñable del problema, pero no la única... ni diría que la más importante. Sobre todo es una cuestión de que, de un tiempo a esta parte, me agobia estarme quieto, y la cantidad de veces que suelto un "A la mierda, me voy al campo" está creciendo. Que no estaría mal, claro, si no fuera porque eso está perjudicando algunos aspectos de mi vida, entre ellos el tiempo que le dedico a la parte de gabinete de este proyecto. No hay más que ver que esta entrada, que habla de la última salida de 2018, tuvo que esperar más de dos meses. También influye que coincidieron varias cosas (unos cuantos concursos en los que pretendía conseguir algo de financiación, sin éxito, algunos proyectos ajenos a este que me robaban mi tiempo, etc) que me fueron quitando las pocas horas que podía dedicar realmente a esto. El futuro parece un poco más despejado, aunque nunca se sabe, y espero con ganas esta primavera en la que, si todo va bien, Doñana, Caldera de Taburiente y Garajonay subirán a nuestra lista de Parques Nacionales. Si todo va bien. Estoy bastante ilusionado, especialmente con Doñana, donde crecí, y sin duda serán un reto interesante. Pero todo llegará, por ahora, vamos a Guadarrama, excepcionalmente sin nieve.




Me quejé amarga y frecuentemente acerca de la maldición que pesa sobre mí con Guadarrama: seis años a su sombra sin interesarme lo más mínimo por ella -de nuevo, suena la voz de mi padre de fondo, recriminándome no haberme interesado en cosas de las que me podía enseñar mucho-, y cuando decido hacerlo, pillo las rachas de nieve más duras cada vez que voy. Aunque tiene su truco (este año fue el primero que no bajé en verano), la verdad es que demostré una puntería digna de elogio en 2018. Y cómo olvidar aquella primera visita en la que, nada más empezar, resbalé y partí el objetivo a la mitad. Esta vez, sin embargo, conseguí coincidir con la falta de nieve y, bastante motivado, planeé con mi padre la subida a Peñalara. Esta subida tenía, además, el aliciente de ser la primera ruta medianamente seria que hacía con el objetivo nuevo, y tenía bastante curiosidad acerca de cómo iba a comportarse y de cómo iba a llevar yo lo de ir cargando con dos kilos al cuello. Elegir Peñalara tenía su razón de ser: se trata de una ruta razonablemente corta y razonablemente sencilla, de buen acceso y bastante llamativa. El Parque Natural de la Cumbre, Circo y Lagunas de Peñalara es, además, el germen del Parque Nacional, y tenía un cierto flavor hacer esa ruta en concreto.


No había mucha nieve, pero los piornos seguían teniendo que pelear.

Aunque no me marché descontento, la verdad es que la ruta dejó un poco que desear. En primer lugar, culpa mía, porque no estaba particularmente fino ese día, no había dormido bien y lo noté. Uno de los problemas de no estar en buena forma es que, cuando el descanso es insuficiente, todo tu cuerpo te lo recuerda. El segundo, también culpa mía, fue el objetivo: aunque iba "preparado" con un monópode, de modo que no me dejé (del todo) el cuello, el peso adicional, cargado en un lateral, y la tensión de sujetarlo con la mano para que no colgase dificultó la subida. Me falta práctica -concluí-  y me sobran kilos y cigarros. Pero tampoco acabaron ahí los problemas, claro. Otro de ellos, el más evidente, es que incluso en un día en que esperábamos poca gente (31 de Diciembre, nada menos), había muchos visitantes. A lo mejor no eran muchos en términos absolutos, ni siquiera muchos en relación a otros días, pero demasiados en cualquier caso, resultaba imposible andar y perder de vista a otros grupos: si acelerabas, pillabas a los de delante, si parabas y dejabas pasar, en seguida llegaban más. Además, y no descarto que relacionado con ese continuo trasiego, no se veía un bicho. No es la primera vez que me pasa esto, pero con el peso adicional, es algo que resulta frustrante. Salvo por unos cuantos pajarillos en Cotos, otros que os contaré ahora, pasada la Laguna Chica, y algún buitre lejano, Peñalara resultó un desierto. Quizás sea por la época, quizás por los visitantes, quizás sea lo normal, aún no lo se. Finalmente, y aunque entiendo que los caminos en la naturaleza no tienen por qué ser buenos, el de subida a Peñalara es particularmente malo, de piedras sueltas y tierra, incomodísimo de andar.


El piquituerto (Loxia curvirostra) tiene un pico en forma de cizalla para abrir piñones.

Pero ya basta de quejarse, ¿no? Sí, Lume, ya está bien, sabemos que le tienes manía a Guadarrama, no nos aburras más. Siendo francos, estoy pintando una Peñalara horrible, y eso es tremendamente injusto. Uno llega a Peñalara y entiende por qué se declaró Parque Natural: el entorno es un circo perfectamente marcado, en el que se ven varios frentes, con las lagunas brillantes bajo el sol y los riachuelillos que, sin contexto, bien podrían haber colado en un documental sobre la costa norte de Canadá. Empezamos la ruta en Cotos, tras un ratillo de sacar pájaros junto al centro de visitantes, y empezamos el ascenso, evitando las placas de hielo (alguna caída contemplamos) que se escondían en las zonas de tierra. Pasamos junto al mirador de la Gitana, una vista espectacular del Valle del Lozoya, y junto al Depósito, donde debimos desviarnos para ir hacia la Laguna por el camino más sencillo... cosa que no hicimos porque no vimos la salida. Impresionante. Es en el Depósito, en dirección al Pico, donde el camino se vuelve feo y empinado. Un poco más adelante, encontramos una bifurcación,  y volvimos a elegir la que no era. Mientras íbamos, poco a poco, dándonos cuenta de que el camino subía y subía, y que las Lagunas quedaban más y más lejos, apareció la tercera bifurcación. Diré ahora que ese trozo de mal camino mereció la pena por poder coger el desvío del Refugio Zabala. El terreno era de pronto montaña, pero montaña de verdad, no un camino artificial. Tras rebasar la hondonada y el collado de un circo secundario, nos plantamos en las peñas donde se encuentra el refugio y paramos, finalmente. Sólos. De todo el día, aquel rato, que aprovechamos para comer -y yo para arrancarme un pedazo de labio de un mordisco que me pone en evidencia ante la selección natural- fue sin duda el mejor. No sólo por las vistas del Circo de Peñalara, que eran espectaculares, sino porque, por primera vez, estábamos sólos, con el silencio montañés, esa especie de ruido blanco que caracteriza a la alta montaña, como única compañía. Repuestas las fuerzas, comenzamos el descenso hacia la Laguna Grande. Si en verano habría sido una bajada de hacer con cuidado, en invierno, con restos de nieve y hielo, fue toda una aventura. Tanto, de hecho, que bajé con la cámara guardada por miedo a una caída. Los huesos sueldan, las cámaras no. Tardamos cerca de media hora en salvar el trozo más peliagudo, pero llegamos sin mayores problemas junto a la Laguna, donde nos reincorporamos a una de las rutas habituales... y tan habituales, a los pocos minutos empezamos a cruzarnos con turistas. Quiero hacer notar que uno de esos grupos (turistas asiáticos, unos veinte) iban vestidos como quien recorre el centro de Madrid. Alguno no había podido más y llevaba ya los zapatos en la mano. Esas cosas nunca dejan de sorprenderme.



Los arroyos de deshielo crean curiosos diseños entre las turberas.

Atravesamos con calma el fondo del circo, entre turberas que son recuerdo de una Laguna anterior, hasta llegar a la estación de la fractura que provocaron en el frente glaciar los pequeños riachuelos que nacen en el Circo. Aquí podíamos coger dos caminos hacia el sur. Si el lector es un poco espabiláo seguro que deduce aquí que eran, justamente, esos dos desvíos que nos habíamos saltado. Uno de ellos (pasada la morrena) es un descenso paulatino y suave hasta el Depósito. El segundo, que cogimos, tiene algo más de desnivel, a pesar de lo cual fue el que elegimos, de nuevo providencialmente. Pasa junto a la Laguna Chica, pasa un collado y acaba uniendo al camino del Pico. Aparte de otro rato sin más compañía que nosotros mismos, elegir esta ruta nos permitió encontrar un grupo de unos 15 mirlos capiblancos (Turdus torquatus) que estaban invernando entre los piornos y los pinos del Cerro del Cuco. Aunque no tengo grandes fotos suyas, fueron más que suficiente para identificarlos y comunicar su presencia a SEO, ya que el punto no aparece entre sus zonas conocidas de invernada. Contentos por el hallazgo, terminamos la bajada con calma y dimos por finalizada la visita.



Aunque pequeño, lejano y mal iluminado, el babero blanco es inconfundible.

La verdad es que no siempre soy justo con Guadarrama: el modo en que se declaró, la forma del Parque y la cercanía a Madrid son cosas que pesan mucho. Al final, no dejo de ser una persona, y a un Parque llego siempre con mis filias y mis manías. Pero bueno, eso también es parte del Proyecto: no ceñirme a mis "Parques de confort", ir un poco más allá de lo que me resulta fácil, de mis primeros instintos. Mientras subíamos, por ejemplo, iba rezongando que quién me mandaba meterme a subir Peñalara, pero la vista desde Zabala compensó la subida. La falta de fauna, que me mortificó todo el día, fue nada comparada con el grupo de capiblancos. Y, a pesar de mis quejas (durante y tras la salida), la verdad es que me lo pasé bien y vi cosas interesantes, que es de lo que se trata al final. Peñalara es una salida bastante sencilla de hacer y que no requiere grandes esfuerzos, muy recomendable como primera aproximación a la alta montaña y perfectamente realizable con niños... y no sólo eso, posee una belleza y unos paisajes a la vez sorprendentes y educativos, una muestra perfecta de cómo de poderoso puede ser el moldeado que la naturaleza realiza en nuestro paisaje.


¡Con el refugio de Zabala nos despedimos de Guadarrama hasta la próxima!

luns, 18 de febreiro de 2019

Parques que no fueron: Gredos y la Mancha Húmeda.

Supongo que el potencial lector ya lo sabe, pero estamos de enhorabuena: tras todas las trabas y las protestas, el Gobierno decidió hace poco aprobar la ampliación del Parque Nacional Marítimo-Terrestre del Archipiélago de Cabrera. Más allá de los análisis políticos sobre por qué ahora, es una gran noticia: no sólo amplía su superficie hasta las 90.000 hectáreas, convirtiéndolo en el Parque de mayor tamaño de la Red, también aumenta el porcentaje marítimo de la misma del 4 al 23%, y alcanza por primera vez profundidades de hasta 2000m. Debo reconocer que tenía mis dudas respecto a que esta ampliación, consensuada en Baleares pero criticada por el sector pesquero andaluz, fuese a cristalizar, pero finalmente se hizo realidad. Y así, dándole vueltas a la creación de Parques Nacionales y aprovechando que el Adaja pasa por Ávila, finto, hago un quiebro y empiezo a contaros una de nuestras últimas aventuras en dos Parques que pudieron ser, quizás debieron pero, por distintos motivos, no fueron: la Sierra de Gredos y la Mancha Húmeda.


El observatorio de la Isla del Pan al atardecer.

Aunque, por este proyecto, le doy siempre preferencia a visitar Parques Nacionales, si nos seguís desde hace un tiempo sabréis (y si no, os lo cuento ahora) que también visitamos Parques Naturales, Regionales e, incluso -incluso- zonas sin protección formal pero con valores medioambientales elevados. Esto se debe en parte a que no siempre tengo el tiempo ni el dinero para acercarme a Parques de los lejanos, y tampoco puedo pasarme la vida visitando una y otra vez los cuatro Parques que tengo cerca. Digo esto consciente de que llevo tres visitas a Monfragüe en aproximadamente un año. El caso es que, aunque estas Navidades cayó Parque Nacional -Guadarrama sin nieve, por fin-, también lo hicieron estos dos espacios. Mi objetivo personal, más allá del chupifláutico de  ver espacios naturales, era fotografiar dos especies muy concretas: la grulla (Grus grus) y el íbice ibérico (Capra pyrenaica). Como avance, lo conseguí a medias.


Los aguiluchos laguneros (Circus aeroginsus) son rondadores habituales.

El de la Mancha Húmeda es un concepto curioso. Se refiere al conjunto de tablas (lagunas temporales de muy poca profundidad), lagunas y demás acumulaciones, temporales o permanentes, naturales o artificiales, de agua que se dan en una zona concreta de la meseta sur, entre las provincias de Toledo y Ciudad Real, con pequeñas incursiones en Cuenca y Albacete. Su ejemplo más conocido (aunque ahora mismo no sea el mejor) es Tablas de Daimiel. Se trata de una zona en la que multitud de aves encuentran refugio todos los años, y son estas concentraciones las que justifican, en buena medida, su protección. No obstante, la historia de los humedales es -siempre fue- triste: tradicionalmente considerados lugares insalubres, origen de enfermedades e inútiles desde cualquier punto de vista, durante siglos lo mejor que se podía hacer con un humedal era desecarlo. Por suerte, durante buena parte de esos siglos, de lo que se carecía era de medios para hacerlo... pero la suerte se acaba. Ya en el s.XX, la desecación de humedales era, no sólo algo posible, sino bien visto. Algunos grandes humedales de la Península se perdieron a lo largo de este siglo, como Antela, en Ourense, o la Junta de los Ríos, en la Mancha, que se desecó bajo una ley específica que perseguía acabar con los humedales de la zona. Y pudo ser peor. De hecho, la declaración de Tablas de Daimiel, en 1973, fue realizada contrarreloj, con las obras de desecación ya comenzadas. Por suerte, dos años antes se había firmado la Convención de Ramsar sobre protección de los humedales, que supuso un antes y un después en el modo de mirar a los humedales por parte de las administraciones.


La malvasía (Oxuyra leucocephala) va, poco a poco, recuperándose.

Aunque los problemas no acabaron con la declaración de Tablas -nada más lejos-,  al menos ahora les prestamos atención. No significa, claro, que resolvamos los problemas, pero al menos pecamos de malos, no de ignorantes. Unos años después de Tablas, en 1980, se declaró la Reserva de la Biosfera de la Mancha Húmeda, que tampoco acabó con los problemas, pero extendió la protección, aunque de menor grado, a una miriada de lagunas, tablas y charcos en general. Se da el curioso fenómeno, además, de que muchas de estas lagunas están, paradójicamente, en mejor estado que el Parque: Tablas tiene un sistema que, aparte de delicado, es complejo. En las dos visitas que hicimos a Tablas en 2018, el Gigüela no corría, aunque sí lo hacía el Guadiana. La frase "Los pájaros están en Navaseca" es una de las que más escuché a lo largo de este año, y puedo confirmar que es así. No tiene nada de particular, vaya, las aves, especialmente las de paso, llegan a la zona y, donde ven lo que quieren, se paran. Hay años en los que Tablas (y algunas de las otras lagunas) no dan las condiciones, y no atraen aves, que se van a un salto de distancia, a lagunas como Alcázar de San Juan o Manjavacas. O incluso a lagunas de origen humano, como la de Navaseca, que se forma por el agua depurada del pueblo. A mí, personalmente, las paradojas de este estilo me crispan un poco: si Tablas se declaró por las aves, pero las aves, un cierto porcentaje de los años, están en otras lagunas próximas, protegidas con menor categoría, ¿por qué no extender el Parque Nacional, al menos, a las lagunas que comparten con Tablas el funcionamiento general y la riqueza de especies? A veces cuesta pensar en Parques discontinuos, pero ya tenemos uno, ¿por qué no otro? Esta idea no es nueva para mí, pero esta visita (de Manjavacas hacia Tablas, parando en cada laguna que encontrábamos, o casi) terminó de reforzar mi convencimiento al respecto. Desde un punto de vista de conservación es claramente positivo, pero también desde el punto de vista de atraer visitantes, redistribuyendo la presión y aumentando la satisfacción del visitante. También conferiría a Tablas una cierta estabilidad: un Parque que está siempre bajo la espada de Damocles dejaría de vivir con el miedo de la retirada de la categoría cuando los años malos llegan. Espero llegar a verlo algún día. Para terminar con esto, añadiré que vimos grullas a patadas y que algunas hasta se dejaron fotografiar.


Desde la Isla del Pan, las grullas (Grus grus) pasaban en grupos al atardecer.

Cambiamos de tercio, de zona, de ambiente, de Comunidad y hasta de meseta para irnos a Gredos, concretamente al Parque Regional de la Sierra de Gredos, que comprende, sobre todo, el Macizo Central, donde encontramos la Plataforma, la Laguna Grande y su cumbre más alta, el Almanzor donde, según la tradición, está enterrado el caudillo cordobés. Siendo mi madre de El Barco de Ávila, Gredos es parte de mi niñez, tengo subido muchísimas veces a la Plataforma, que era donde íbamos "a la nieve" en Navidad. Tengo muchos recuerdos agradables de esta zona, pero hacía muchos años que no iba. Es cierto que mi primera salida fotográfica fue a la zona del Barco (Valdecorneja, por cierto, el primer feudo que tuvo en señorío la Casa de Alba), con Irene, pero no llegamos a subir a Gredos. Este año, en cambio, decidí subir, a ver si encontrábamos cabras, que son probablemente sus más conocidos y confiados habitantes.


Praderas alpinas, valles glaciares, nieve, viento, piornos... Gredos.

Si tenemos que comparar Gredos con algo, ese algo es Guadarrama. Son ambas zonas de alta montaña y base granítica, con una estructura y unas especies similares. Gredos es, no obstante, una zona algo más salvaje, en buena medida por estar menos poblado y, sobre todo, por estar más lejos de Madrid. Aunque se declaró en 1996, ya existía una Reserva Nacional de Caza -una de las primeras figuras de protección del Estado- con cierta fama. De hecho, la gestión de la caza de la subespecie victoriae del íbice ibérico es reivindicada a menudo como una muestra de las bondades del sector cinegético para la conservación de la naturaleza (aunque, de hecho, su aportación consistió, básicamente, en dejar de cazarla y reservarla como pieza de caza para el Rey). La zona del Macizo Central es un gran ejemplo de montañas graníticas procedentes de la Orogenia Alpina, altas y escarpadas. Las huellas de glaciarismo son también abundantes, con circos completos y valles glaciares. También son de gran relevancia las praderas alpinas, cubiertas de pastos de alta montaña. A nivel biológico, se trata de un reducto glaciar, en el que podemos encontrar hasta diecisiete endemismos (nueve especies y ochos subespecies). Es, resumiendo, un espacio que no habría desentonado en absoluto en la Red y que, probablemente, habría permitido una declaración más sencilla y menos forzada que Guadarrama. No creo que sea tarde para Gredos, la verdad, y sin duda sería un paso deseable para su conservación.


No fue día de pájaros, pero un escribano montesino (Emberiza cia) decidió colaborar.

Nuestra visita estuvo a piques de ser un desastre. Para empezar, estaba fundido (el día anterior, en Peñalara, había sido más duro de lo esperado). Además, nada más bajar, me di cuenta con horror de que nuestro intento de arreglar el bastón de trekking modificado que usaba de monópode (otra víctima de Peñalara) lo había dañado sin remedio, de modo que pasé todo el día tirando a pulso. Con mi objetivo largo y sus buenos dos kilos de peso, un rato puedes tirar, pero para un día entero acabas hecho polvo. A nada de salir del coche nos dimos cuenta de que el segundo cuerpo de cámara (la de mi padre, oportunamente y temporalmente expropiada para la causa) no funcionaba con el objetivo que le habíamos puesto, y tuvimos que volver a cambiarlo. Pero ninguna de estas cosas se acercó siquiera al miedo (cada vez mayor a medida que pasaba el día) por no ver ni un sólo íbice. ¿Será posible que seamos los únicos pringáos que suben a la Plataforma y no ven una sola cabra? Esa fue nuestra cantinela durante toda la mañana, mientras íbamos subiendo y siguiendo uno de los valles glaciares menores, parando cada tanto a escudriñar con cara de mucha concentración las paredes.Sin éxito, debo añadir. Ya mosqueados con el asunto, decidimos parar a comer al final de una pradera y esperar. Y esperamos, hasta que una piedra rara me hizo tirar una foto de prueba. Por una vez, una piedra rara resultó no ser una piedra, sino la primera de un grupo de alrededor de treinta íbices, una manada completa, que bajaba de las cumbres: machos jóvenes, hembras, cabritillos y un gran macho dominante que iba controlando que ninguno se quedase atrás. En total debieron tardar una hora en bajar la ladera -una cabra sóla podría haberlo hecho en diez minutos como mucho-, antes de ponerse a pastar en la pradera. Mucho más contentos, buscamos nuevos grupos en otro valle, aunque sin fortuna. Al llegar al parking, de todos modos, pudimos ver alguna más (una hembra solitaria y un grupo de tres machos), que terminaron de redondear el día.


El macho dominante, vigilando la bajada de los cabritos.

La verdad es que, visto en perspectiva, esta Navidad fue una locura, y las tres salidas que hicimos (Mancha, Peñalara y Gredos) fueron largas y duras. Por otro lado, me dejaron bastante satisfecho, no sólo por cumplir mis objetivos, sino porque estas visitas resultaron ser muy relacionables, tanto con el Proyecto como con los Parques Nacionales. Y eso, al final, es todo lo que puedo pedir.

martes, 22 de xaneiro de 2019

Como el llanto de un niño.

Cuando alguien me pregunta, siempre recomiendo Ons. De los cuatro archipiélagos que componen el Parque Nacional Marítimo-Terrestre de Illas Atlánticas de Galicia, sólo dos son visitables por libre, Cíes y Ons. Cíes lleva la fama, pero Ons tiene el alma. Tanto desde mi experiencia en ambos archipiélagos como desde mi formación como guía, recomendar Ons tiene bastante sentido. En primer lugar, porque Ons es cómoda: así como Cíes tiene grandes desniveles que, por otro lado, propician sus impresionantes acantilados, Ons es una isla relativamente llana. Esto puede parecer un motivo un poco bobo, pero mi experiencia es que la gente tiende a hacer más recorrido en Ons, precisamente, por la mayor facilidad. Que no es que Cíes sea particularmente dura, pero la subida al Faro, en verano, tiene su puntillo. También suele (suele, volveré a eso más adelante) tener menos gente. Los últimos años, Cíes era un infierno de gente, mientras que Ons estaba bastante aceptable. Otro motivo es que Ons tiene una vegetación más parecida a la original, de matorral almohadillado, el tipo de vegetación típico de la costa gallega, aunque tiene un pequeño bosque de pinos que abastecía de madera a sus habitantes. Creo que, aunque la falta de sombra puede ser un poco molesta, ir a un Parque Nacional a ver una vegetación que no es la natural tiene poco sentido. Y, finalmente, Ons es una isla habitada. Para mí, el concepto de el hombre y el medio es realmente interesante, y el modo de vida de sus habitantes es algo que aprecio enormemente. Esto también permitió conservar algunas tradiciones e historias que son parte del encanto del Parque. Y es una de esas historias la que voy a contaros hoy.


Los toxos llegan hasta los acantilados en la costa atlántica gallega.

De los mitos y leyendas gallegas, pocas son tan conocidas -de nombre- como la de A Santa Compaña, una procesión de almas en pena que recorren las parroquias, heredera probablemente de tradiciones similares de origen pagano. Quizás el término mito sea un poco concreto de más, pues A Santa Compaña es más bien un fenómeno, con sus particularidades y diferencias según donde te encuentres. Una de las formas más conocidas -y una grandiosa protocampaña publicitaria- es la que la relaciona con Santo André de Teixido, una pequeña aldea enclavada en Serra de Capelada, los acantilados más altos de la Europa continental, cuya ermita cobró fama como lugar de peregrinación. Reza el dicho "A Santo André de Teixido vai de morto quen non foi de vivo" y, en esta versión, la Compaña recoge a las almas penitentes que deberán viajar a la ermita. El fenómeno de A Santa Compaña da (y, si no me equivoco, dio) para varias tesis doctorales pero, de sus múltiples formas, la que más cariño me inspira es la de Ons.


Castelo das Rodas comenzó a construirse en la cara este, pero nunca se terminó.

Según nos contaron, en Ons, A Santa Compaña vive en Noalla, llega por mar y desembarca en Punta Centolo, al norte. A continuación, recorre la isla de norte a sur y desaparece por el Buraco do Inferno, en el extremo sur. Por lo que nos dijo una guía, Ons es el único lugar, que ella supiera, en que tenía día y horas: llegaba siempre en jueves, a las séis, y desaparecía a las ocho. Aunque no encontré más referencias a ese detalle, lo incluyo porque me parece curioso, sea o no verídico. Otras versiones dicen que A Compaña desembarca en un lugar u otro según qué noticias traiga. Sea como sea, las versiones parecen coincidir en algunos puntos, y el principal de ellos es el Buraco do Inferno.


La pesca atrae a las gaviotas, y las gaviotas a los impresionantes 
págalos grandes (Stercorarius skua).

El Buraco do Inferno es un agujero, fin. De ahí su nombre (buraco/burato, agujero), por otro lado. Se trata de un derrumbe (no tengo claro que el término dolina pueda aplicarse a un ambiente no kárstico) sobre una furna (cuevas excavadas por el mar, abundantes en la costa gallega) que llega hasta el fondo de la misma. Es posible descender por el Buraco, llegar al agua y salir por la boca de la furna, vaya. Mucha gente tiene este lugar en mente cuando visita Ons, porque el nombre resulta llamativo, y mucha gente se decepciona porque, como digo, es un agujero en el suelo, con una valla de madera alrededor que impide acercarse y ver el mar al fondo, a unos cuarenta metros. A veces se oye, retumbando en las paredes, otras no. La verdad es que, aunque parece algo propio del ser humano concederle propiedades al diablo y entradas al infierno, el nombre parece quedarle un poco grande al sitio. Pero, ¿por qué ese nombre? No se trata de un simple topónimo, sus habitantes creían, efectivamente, que el Buraco era una puerta al infierno porque, de su interior, salían sonidos confusos y gemidos, como el llanto de un niño.


Faro de Ons, uno de los últimos habitados.

Cualquiera que haya estado en una dolina costera o una estructura similar sabe que suena raro. En efecto, el sonido del mar dentro de una geometría extraña genera unos sonidos sorprendentes (choques, roces, succiones...), pero ninguno de ellos suena como un niño llorando. El Buraco sí sonaba así. Tengo dos versiones del origen de ese sonido, ambas plausibles, ambas defendidas por gente de criterio... y ambas propias de tiempos pasados. La primera y más aceptada dice que ese ruido lo provocaban los araos (Uria aalge) que criaban en la furna. El arao es una especie paleártica cuyo límite sur de distribución llegó hasta Lisboa, pero actualmente en retroceso. En Galicia, de hecho, las últimas parejas dejaron de criar hace poco. La segunda es que se trataba también de una colonia de cría, pero de foca gris (Halichoerus grypus), otra especie en retroceso que ya no cría en Galicia. Apoya esta teoría la confusión de algunos isleños actuales (o actuales hace unos quince años) sobre el origen de estos llantos, relacionándolos con presencia de nutrias. Las nutrias son una especie conocida (y, hasta cierto punto, reconocible) del litoral gallego y que, con el paso de las generaciones, se mezcle con una especie relativamente similar es perfectamente plausible. Pero, ¿qué especie era la que provocaba ese sonido, qué especie lloraba como un niño?¿Fueron los araos, las focas u otro animal misterioso el que dió su nombre al Buraco, aliñando las leyendas de la isla? Sólo hay algo que sabemos a ciencia cierta, fuera quien fuese el causante, ya no está. Con su marcha, con el cese de los llantos en el Buraco, una parte de lo que es Ons, de lo que somos los seres humanos, se fue también. Y eso, en cierto modo, es triste.


Aunque no muy apreciadas, las gaviotas patiamarillas (Larus michaelis) son 
una de mis especies favoritas.

Dije al principio que volvería al tema de los visitantes. Creo necesario reflexionar sobre el modo en que lo que somos tiene que ver con la naturaleza a nuestro alrededor y cómo vamos perdiendo pequeñas partes de nuestro ser sin darnos cuenta, sin darle importancia. Durante el verano de 2017, la masificación de Cíes llevó al desvío de tráfico a Ons y al establecimiento de un control estricto en Cíes. Ons, que careció de él, se masificó, con miles de visitantes más de los permitidos. La última persona a la que recomendé Ons volvió francamente molesta, y lo entiendo. Espero que el de 2019 sea un año en que el control se extienda a Ons y la isla vuelva a ser un sitio visitable, no un campo de concentración en medio del mar. Su supervivencia es, en cierta medida, la nuestra.


Con el sol poniéndose entre las nubes, Ons no dice "adiós", sino "hasta la próxima".

NdR: Efectivamente, en una entrada sobre nutrias, focas, araos y el Buraco do Inferno no hay una sola foto de ninguna de esas cosas. Tendréis que disculparme, pero mi archivo fotográfico no es tan amplio como quisiera a veces, tendré que trabajar duro para poder conseguir cubrir esos huecos.