mércores, 10 de outubro de 2018

De paso por Estaca.

Durante toda mi vida, mi padre -que es un apasionado de las aves- intentó que me interesase un poco el mundillo. Y no lo consiguió, porque soy un cabezón, y durante años se topó, no ya con indiferencia, sino con barbillas levantadas y un algo despectivo "a mí es que los pájaros no me interesan". Diría que es porque mi padre es muy aficionado a sus aficiones, y a mí me llamaban más otras cosas, pero en realidad es que me gusta llevar la contraria. Tampoco tiene nada de particular que un hijo busque aficiones distintas a las de sus padres, y ya bastante parecidas son las nuestras. Esto podría haber seguido así hasta el fin de los tiempos, si no se hubiese cruzado por el medio la fotografía. Cuando empecé a coger la cámara, me di cuenta, no sólo de la cantidad de fotos de aves que acaba sacando uno, sino de que no tenía ni idea sobre ellas. Así que me tenía (y tengo) que tragar el orgullo, coger el móvil y pedir ayuda. A mi padre le encanta, le permite mirarme por encima del hombro y decir cosas como "Aaaaay, anda que no tuviste oportunidades". Pero al final, me ayuda, porque en el fondo le hace ilusión que le pregunte cosas.


La costa alrededor de Bares es alta y abrupta, muy llamativa.

Me resulta interesante hasta qué punto las aves son un grupo popular. No existe un grupo biológico que tenga ese nivel de éxito entre la gente de a pie. Y, sobre todo, no existe un grupo biológico que genere una cultura a su alrededor del calibre del birding: no sólo hay mucha gente en el mundillo, hay mucho contenido específico (diseñado por y para aficionados) en internet y en las redes sociales, hay aplicaciones, hay festivales, concursos, cursos, quedadas... hay, auténticamente, de todo. En todo el Estado hay no menos de cinco festivales de birding -eso es poco menos de uno cada dos meses-, sin ir más lejos, en los que se reúnen instituciones, empresas, artistas y fabricantes de equipo para promocionarse entre los aficionados. También tenemos un número nada desdeñable de centros ornitológicos repartidos a lo largo de la península, e infinidad de apoyos de bajo coste, como observatorios o cartelería. Y nada de eso se sostiene sobre el aire, hace falta una base social relativamente amplia. Pero, ¿por qué las aves? La verdad es que, al principio, no lo entendía, pero el caso es que son un grupo muy especial. En primer lugar, son pocas especies, menos de 600, un número que parece grande, pero no lo es en absoluto. Tirando de lo mío, hay playas con más especies. En esos 600 incluimos lo fácil y lo difícil, lo abundante y lo escaso, lo sedentario y lo migratorio, lo incluimos todo, y eso significa que conocer la mayor parte de las especies es relativamente fácil en comparación con otros grupos. En segundo lugar, son grandes. El ave más pequeña de Europa -el reyezuelo, Regulus regulus- tiene una envergadura de unos 15 cm, más que, por ejemplo, cualquier lepidóptero. Esto hace que encontrarlas sea, de nuevo, relativamente fácil, comparado con otros grupos. Y, finalmente, vuelan. El hecho de volar permite, no sólo encontrarlas en prácticamente cualquier entorno, aunque sea de paso, sino verlas con cierta facilidad: se mueven rápido, salen contra el cielo, en fin, son, y ya van tres veces, relativamente fáciles de ver. Las aves son animales de los que puede disfrutar un aficionado sin estudiar demasiado, sin un gran equipo y sin tener que ir a lugares muy específicos. Entrar en la ornitología es sencillo, y ahí está la clave de su éxito.


Esta colirroja tizona (Phoenicurus ochruros) nos hizo compañía los tres días.

Ya entrados en materia, este fin de semana fuimos a Estaca de Bares donde, durante estos meses, se está produciendo el paso de cientos de miles de aves marinas en migración. Mi padre lleva años mascullando que quiere ir, y este año se encontró con que yo también -en buena medida, porque la retransmisión diaria de Antonio Sandoval me estaba poniendo los dientes largos-, así que lo organizamos para acercarnos un par de días. No íbamos con grandes ambiciones -yo soy un novato con el catalejo, y mi padre llevaba años sin pasar tanto tiempo usándolo-, pero sí con bastantes esperanzas. Estaca, junto a la frontera entre Coruña y Lugo, es el punto más septentrional de la Península, y es un sitio clásico para observar este flujo migratorio, que discurre paralelo a la costa, apoyándose en los vientos de Poniente. Elegimos como equipo los catalejos, unos prismáticos, una silla -importante, muy importante- y ropa de abrigo que, a ratos, se quedó corta. Además, y en un alarde de optimismo, nos llevamos dos cámaras compactas, con idea de probar un poco de digiscoping, y yo me llevé la cámara con el 70-300, en la esperanza de pillar a algún bicho lo suficientemente cerca. 


La Estaca tiene una forma muy reconocible... e impresionante.

El lugar donde se colocan los ornitólogos está en el lado oriental del cabo, pasadas las instalaciones militares, junto a la estación ornitológica de la Xunta. Yo pensaba que el lugar en el que se colocarían estaría en la punta del cabo, pero al llegar el primer día -poco antes de la puesta de sol- nos dimos cuenta de que no. De todos modos, encontramos el sitio rápidamente y sin muchos problemas. Al día siguiente, entendí el por qué de esa ubicación: dado que el paso es más intenso los días de Poniente -y cuanto más fuerte, mejor- el punto de observación se encontraba protegido del mismo, haciendo soportables las horas que se pasan ahí. Porque en Estaca el viento sopla con saña e, incluso protegidos -nosotros nos colocamos junto a unos molinos que paraban casi todo el viento-, la sensación térmica es francamente baja. ¿No os maravilla cómo tantas cosas en la vida tienen sentido,una vez que las piensas?


Los alcatraces (Morus bassanus) se contaban por miles, regalando espectaculares picadas.

No es que este fuera el fin de semana más confortable de nuestras vidas. El primer día amanecimos con lluvias y, más grave, nieblas, que retrasaron el inicio de la observación hasta casi mediodía, aunque el Poniente soplaba fuerte. El segundo día, el viento rolaba entre Norte y Noroeste, lo que reducía el paso y el efecto protector de la Estaca -y llevaba el espray de las olas hasta donde estábamos. Pero, como decía mi padre, el concepto de buen día de las aves marinas es muy distinto al nuestro. Pudo ser peor, claro, y por suerte llovió poco y flojo. A pesar de esto -las quejas son obligatorias-, fue una gran experiencia, y salimos francamente satisfechos. Aunque fracasamos miserablemente en nuestro intento de hacer digiscoping -una técnica que me parece impresionante pero para la que no estábamos preparados-, aún pude sacar unas cuantas fotos, suficiente para quedar satisfecho. También pude comprobar que el catalejo y yo no nos llevamos particularmente bien. No sólo fue un tema de mal manejo, también de falta de costumbre de andar con el ojo pegado a la lente. A pesar de ello, fui cogiendo algo de soltura, y no me marcho nada descontento, pues pasé de recurrir a los prismáticos cada dos por tres a apenas tocarlos, y de decir "Pájaro negro y blanco", palabras que describen a casi todo lo que vimos, a identificar a buena parte de lo que veía. Y tan contento. Al final, 16 especies de aves -me perdí, al menos, un alca, dos frailecillos y unas gaviotas de Sabine, vaya rabia-, casi 170 ejemplates (alcatraces aparte, que se contaban por miles) a mi cuenta, dejando de lado las que no estaban de paso y a Mort, del que os hablaré ahora. Nada mal para la primera vez.


Las olas rompían tan fuerte que, a veces, nos llegaba el agua.

También tuvimos ocasión de ver algunas de esas cosas que demuestran que la naturaleza no funciona a base de compartimentos estancos. Aparte de unos cuantos delfines comunes (que yo no conseguí ver), hubo un momento en que mi padre vio algo blanco en el agua, aleteando, y unas gaviotas posadas, picoteando. No fue capaz de identificar qué era, así que me puse a buscarlo, pero, como no lo encontraba, me pasé a su catalejo. Tampoco yo lo tenía muy claro, la verdad, un cuerpo claro y una aleta que salía a veces, demostrando que su dueño estaba vivo. Pensé que podía ser un pez luna, pero no tenía claro si llegaban tan al norte. Antes de que pudiese plantearlo, mi padre se acercó y Antonio le confirmó que era un pez luna, que sube a superficie para que las gaviotas lo desparasiten. Otra escena interesante fue la llegada a tierra de un halcón peregrino (la población peninsular es sedentaria) con un charrán común entre las garras. Este halcón vive, seguramente, en los acantilados de la zona, y aprovecha el paso para salir y cazar: Sólo tiene que salir en perpendicular a la costa y elegir entre los miles de aves que van pasando. Reconoceré que un error de decisión me hizo perder la foto, y un resbalón mientras intentaba alcanzarle me hizo plantearme muy seriamente si esa foto merecía despeñarme. La respuesta fue no, y no volví a verle, por desgracia.


El paíño europeo (Hydrobates pelagicus) pasa la mayor parte de su vida en alta mar.

Finalmente, llegamos a Mort -de Mortimer, sin ninguna razón aparente- una nueva muestra de que me gusta ponerle nombre a todo. Mort es un joven paíño europeo, un ave poco más grande que un gorrión, blanca y negra, y de vida pelágica, es decir, vive en mar abierto. Los paíños tienen fama de ave de mal agüero entre los marineros, de atraer el mal tiempo. Esta fama se la ganaron porque se las ve con más facilidad durante las tormentas, y los marineros, gente tradicionalmente supersticiosa, sumaron dos y dos. En algunos lugares se creía que eran las almas de marineros desaparecidos -supongo que su color no debía ayudar-, y que traía mala suerte matarlos. El caso es que Mort llegó a Bares la noche del Sábado, cuando lo encontraron, probablemente deslumbrado por las luces de la costa, y bastante desorientado. Soltarlo inmediatamente no era una opción, porque el viento no era el correcto, y andaba un poco atontado, así que Pablo, uno de los compañeros en Estaca, lo colocó en uno de los molinos, a resguardo, con la esperanza de que se le pasara el susto y reemprendiera la migración. Sesión de fotos aparte -no es que uno tenga demasiadas posibilidades de fotografiar a un paíño vivo por estos lares-, durante el día estuvimos pendientes de él, pero cuando marchamos aún no había remontado el vuelo, y estaba escondido en un hueco entre las piedras. Tampoco resulta sorprendente, los paíños vuelan sobre todo de noche, así que espero que durante la noche del domingo se atreviese a salir y consiguiese terminar su viaje. 


Despedimos con el sol poniéndose tras Cabo Ortegal.

La verdad es que este viaje fue toda una experiencia: no sólo me lo pasé bien, también aprendí bastante y pude dedicar tiempo a cosas que, por unos y otros motivos, no suelo. Aún sin ser de los días más intensos, el paso es un espectáculo y el paisaje no lo desmerece en absoluto. Si tuviese que poner alguna nota negativa, sería únicamente sobre asuntos secundarios (los fracasos en el digiscoping y la fotografía nocturna y el exceso de optimismo sobre el abrigo). Nada serio, vaya, sólo lecciones y ganas de volver a por más. Quiero aprovechar para agradecer a los que estuvieron allí estos días la ayuda y los comentarios y, especialmente, a Antonio y Pablo, que fue con los que más rato hablamos. Volveremos a vernos allí, seguro.