mércores, 19 de setembro de 2018

Cruzando fronteras: Peneda-Gerês

Para haber vivido más de la mitad de mi vida cerca de la frontera con Portugal (Huelva primero y Vigo después), debo reconocer que se muy poco de este país. Quizás sea por prejuicios, pero tengo la sensación de que llevo toda la vida infravalorándolo, y la mejor prueba de ello es que, hasta este mes de Mayo, ni me había planteado cómo tenían el asunto de los Espacios Naturales Protegidos. Esto cambió -ligera, muy ligeramente- cuando, hablando con Alejandro del Moral en la Ornitocyl, me contó que habían visitado los Parques de la Península. Al contarlos, noté que me sobraba uno, y me aclaró que el último era el portugués. Ajá, así que Portugal tiene un sólo Parque Nacional. Aquí podría haberse quedado el asunto, porque la verdad es que no miré más. Portugal es un país largo y yo vivo en un extremo, así que no era particularmente prioritario. Pero, poco después, mis padres -que me quieren, sin que yo sepa muy bien por qué- vinieron de visita, y a mi madre se le antojó ir a Portugal y comer bacalao, así que cogí Google Maps y empecé a ver donde podíamos ir. En ese momento, el Parque Nacional de Peneda-Gerês apareció ante mis ojos... y resulta que está bastante cerca. Tanto, de hecho, que forma una Reserva de la Biosfera Trasfronteriza con el Parque Natural da Serra do Xurés -Gerês, Xurés, las señales estaban ahí, pero a veces soy un poco lento-, y la entrada estaba bastante cerca de Melgaço. Resulta que tengo el Parque Nacional portugués a un salto y no lo sabía. Bravo por Lume. Contento ante el revolucionario descubrimiento, lo incluí en mis planes de verano y, un día de Julio, cruzamos el Miño rumbo a la aventura.


El corzo es el emblema del Parque Nacional de Peneda-Gerês.

Voy a empezar ubicando las cosas. Galicia y Portugal tienen una frontera natural, la raia. El tramo occidental lo marca el Miño, la raia húmida, y el oriental los montes, la raia seca. De esta última, la zona más conocida es, probablemente, la Serra do Xurés, al sur de Ourense, desde donde parten varios caminos que cruzan los montes por las llamadas portas. Si la palabra puerto -de montaña, entiéndase- deriva de puerta, si es un juego de palabras o si es mera casualidad es algo que ignoro. Estas portas fueron, durante siglos, puntos de paso de contrabando entre Portugal y Galicia y, en la actualidad, se hacen esfuerzos para recuperar la memoria de esa historia compartida. Al otro lado de las portas encontramos las cuatro sierras que conforman el Parque Nacional: Peneda, Soajo, Amarela y Gerês. Cada una de estas sierras tiene sus particularidades, como pudimos comprobar, pero todas ellas se consideran Alta Montaña Mediterránea. El ejemplo, a priori, más próximo, sería Monfragüe,y no son pocas las similitudes que encontramos entre estos dos Parques. Para finalizar esta introducción, añadiré unos últimos detalles para terminar de situarnos. Portugal sólo tiene este Parque Nacional, que se declaró en 1970 -es decir, durante la dictadura, regida por Caetano en ese momento-, pero es un Parque enorme. Un vistazo al mapa nos deja claro que España y Portugal son dos Estados con formas diferentes de ver las cosas: mientras que los ENPs en el primero son como salpicaduras (muchos y no demasiado grandes, en general), el segundo tiene menos espacios, pero mucho más grandes. Incluso los Parques Naturales (que son nueve) tienen un tamaño bastante mayor de lo que estamos acostumbrados. Esta forma de organizar el espacio marca enormemente cómo se protege el mismo, y es la causa de la mayor parte de las diferencias que un lego puede encontrar, simplemente, recorriendo el Parque. En esta visita, recorrimos las Serras de Peneda, Soajo y Amarela, así como un trocito de la de Gerês.


Las montañas tipo cuchillo son típicas de la Serra de Peneda.

Quizás lo primero que reseñar de este Parque es que no parece diseñado para el tipo de visita que teníamos en mente. Estamos muy (mal) acostumbrados a cosas como los apartaderos, incluso en las carreteras más pequeñas de la red. Resultaba, de hecho, muy llamativo el cambio al pasar a Ourense, donde estos reaparecían. Mi primera conclusión, por tanto, es que se trata de un Parque en el que lo óptimo es preparar visitas más puntuales que generales, ir a tiro hecho a hacer algo concreto. Lo segundo es que, en algunas zonas, no tienes la sensación de estar en un Parque Nacional. Las estructuras humanas posteriores a la declaración, que no son pocas, nos cuentan que el modelo de protección es menos estricto allí. Es algo que tiene bastante sentido, en realidad, partiendo de lo antes mencionado: Portugal protege áreas mucho mayores y, si la protección en las mismas fuese mayor, esas zonas sufrirían económicamente. Esto nos genera un conflicto sobre el que pensé, y no poco, desde la visita: ¿es preferible proteger menos estrictamente un área mayor, o ser más duro con áreas menores?¿Es más efectivo mantener corredores y espacios mayores conservándolos menos, o se pueden sacrificar estos en pro de una conservación más estricta? A pesar de estos pensamientos, hay que reconocer que Peneda-Gerês no es una zona particularmente impactada, y que esta huella humana se circunscribe, sobre todo, al pie de monte. 


Caballos semisalvajes en Gerês.

La razón de que este impacto no sea mayor en muchas zonas del Parque viene de la mano con su primer atractivo: el paisaje. Aunque muchas veces asimilamos el paisaje granítico a formas redondeadas -los domos plutónicos-, lo cierto es que muchas veces producen formas salvajes. Nuestra primera parada, Castro Laboreiro, en Peneda, fue buena prueba de ello. Aunque lejos de las imágenes de los montes calizos, lo escarpado de estas montañas es llamativo y, desde luego, es una razón más que válida para la falta de impacto en la zona. Los paisajes de las sierras de Peneda, Amarela y Gerês son auténticamente espectaculares. Tanto, de hecho, que desmerecen bastante a la Serra de Soajo. Aunque no dudo de  que tiene lugares preciosos y un gran valor natural, sus formas, mucho más suaves, son un pequeño bajón. El recorrido que hicimos (un zig zag cruzando a Ourense) nos llevó por carreteras de montaña preciosas, a media ladera, con los valles desplomándose a nuestro lado. Si los paisajes os llaman -para verlos o para fotografiarlos-, estas rutas, y muy especialmente la que va de Entre-Ambos-os-Ríos y Ponte, son vuestro lugar.


Valles verticales de Serra Amarela.

Por la orografía de la zona, Peneda-Gerês mantiene algunas zonas especialmente pintorescas. Aunque lo habitual es que las zonas protegidas se encuentren en el medio rural, no es menos cierto que el medio rural, hoy día, tiene poco que ver con el de hace cien años. Pero este Parque es especial en este sentido también. En algunos pueblos perdidos entre sus montes -como Germil-, podemos ver aún los ropajes típicos usados de modo cotidiano, especialmente en mujeres mayores, que visten de riguroso luto, con pañuelos negros en la cabeza. También en esta zona (entre Amarela y Gerês) podemos encontrar ejemplos de la ganadería local, representada en la raza vacuna Barrosã, presente también a este ladode la frontera (donde se la conoce como Cachena). Esta raza, bastante primitiva y muy rústica, aprovecha mejor que otras los recursos de una zona bastante dura. Esta región comparte también con Galicia la ganadería equina, con manadas de caballos semisalvajes libres por la carretera el monte.


Los cuernos de las vacas de raza barrosã denotan lo antiguo de la misma.

Si hay algo que nos falló en esta visita, fue la fauna salvaje, aunque no debería haber sido así, aunque tampoco contábamos con ver algunas de las especies más emblemáticas del Parque, como el corzo (enseña del Parque) o el lobo, es cierto. Este último es un recolonizador reciente, después de ser exterminado de la zona, donde dejó su huella en forma de los conocidos como fosos de lobo, estructuras humanas pensadas para atraparlos. Los que pudimos ver estaban formados por dos muros convergentes, hacia los que se batía a las manadas, que terminaban en un desnivel -el foso, propiamente dicho-, por el que caían y en el que se les remataba. Protegido ahora, el lobo vuelve a estas sierras, pero aún en un número escaso. Algo más fáciles de ver deberían haber sido las rapaces, uno de los atractivos más publicitados del Parque. De hecho, en el Centro de Visitantes del vecino Parque Natural da Serra do Xurés, en Lobios, se sorprendieron de la falta de avistamientos, porque son uno de sus reclamos más fiables. Unos días antes, nos contaban, habían visto águilas reales, sin ir más lejos, pero ese día no hubo suerte. Un tábano y una corneja constituyen la totalidad de fauna salvaje que fuimos capaces de encontrar.




En conjunto, fue una visita extraña. Algunos aspectos nos sorprendieron muy gratamente, mientras que otros nos dejaron con mal sabor de boca. Para mí, personalmente, que los paisajes me gustan para verlos y la fauna para fotografiarla, no fue una gran visita. Por supuesto, la disfruté, pero siento que no la aproveché como podría haberlo hecho. También me permitió conocer un Parque con el que no contaba y ver de primera mano las diferencias que pueden tener incluso dos Estados tan próximos y semejantes como Portugal y España en lo referente a la protección de la naturaleza, así que no puedo decir que fuese una visita improductiva. Finalmente, hubo cosas que me dejé en el tintero -la mitad sur del Gerês, fotografiar Gemiral con calma...-, aparte de las cosas que deberíamos haber visto y no vimos, de modo que volveré pronto. Por suerte, y teniendo en cuenta lo cerca que está de nuestra base de operaciones, eso sucederá pronto.




Despedimos Portugal desde el Embalse del Río Homem.

domingo, 9 de setembro de 2018

Naturaleza doméstica.

Me decía hace poco uno de mis escasos y apreciados seguidores que ya pensaba que había abandonado este proyecto. Nada más lejos de mi intención, aunque la verdad es que motivos tenía para pensarlo. Este verano, entre trabajo, una operación menor pero molesta y las últimas boqueadas de mi agonizante ordenador, no tuve el tiempo que hubiese querido dedicarle a esto. Sobre todo, siendo claros, porque no me apetecía nada editar fotos. Pero nada de nada. Tengo, de hecho, una entrada a medio hacer, y otro par esbozadas al momento de escribir estas líneas, pero hoy me decidí por uno de esos temas en los que pienso de vez en cuando: la naturaleza doméstica.


La gaviota patiamarilla (Larus michaelis) se adapta al ser humano con gran facilidad.

Vivimos en una sociedad que utiliza con alegre despreocupación la palabra salvaje. Es culpa del Romanticismo, en realidad, una época a la que debemos muchas cosas -no olvidemos que la protección de la naturaleza, tal y como la entendemos a día de hoy, nació en con este movimiento- y que, como contrapeso, nos dejó algunos lastres. Este, en concreto, viene de mezclar en el mismo almirez dos conceptos que conviven bastante mal: el disfrute de la naturaleza y la preservación de la misma en su estado original. Porque, como sucede en el famoso Principio de Incertidumbre, que establece que se puede conocer la posición o la velocidad de un electrón, pero no las dos a la vez, podemos disfrutar de la naturaleza o preservarla en su estado original, pero no hacer ambas cosas. La mera presencia humana, aunque sea en un grado mínimo y en forma de visitantes responsables y habilidosos, cambia la naturaleza. El Romanticismo llamaba a encontrarse con la naturaleza salvaje, y para ello había que llegar a esta. Cuando, en 1864, se declaró el Parque Estatal de Yosemite -el origen del concepto moderno de Parque Nacional-, las palabras usadas fueron "deberá ser conservado para el uso, descanso y disfrute públicos, y serán inalienables por todos los tiempos"[1]. Desde el primer momento, nuestro afán proteccionista está marcado por un impulso egoísta: queremos naturaleza, pero la queremos para disfrutarla nosotros. ¿Es esto malo, per se? No tengo una opinión firme a este respecto, la verdad. Pero, si tiramos hacia atrás de este hilo, encontramos un problema: conservamos la naturaleza para visitarla, al visitar la naturaleza la alteramos y, al alterarla, deja de ser salvaje.


Este petirrojo (Erithacus rubecula) vive junto a un sendero en Bré, Irlanda.
La confianza que demostraba era impactante.

La primera vez que pensé acerca de esto fue en Irlanda cuando, con un lapso de dos meses, encontré al mismo petirrojo en el mismo sitio y a una distancia -suficiente para que el teleobjetivo se negase a enfocar- insultante para la selección natural. Sin embargo acuñé -y estoy seguro de que no soy el primero al que se le ocurre, porque soy ocurrente pero esta no es mi opera magna- el término naturaleza doméstica esta primavera, en Picos de Europa. Fue, concretamente, en Fuente Dé, que es uno de los puntos calientes del Parque y una de sus entradas más clásicas. Su teleférico es, probablemente, uno de los elementos más reconocibles de toda la Red, de hecho, y sube a cientos de personas cada día al Alto del Cable, desde donde se aprecian unas vistas espectaculares y desde donde salen algunos itinerarios sencillos de bajada. Para nuestra desgracia, aunque llegamos pronto -en previsión de aglomeraciones de gente-, nos quedamos con cara de idiotas al enterarnos de que tres metros de nieve tenían bloqueado el teleférico en su parte superior. Mientras los esforzados trabajadores del mismo retiraban la nieve (descolgándose y con palas en el Alto, eso es una profesión de riesgo y lo demás son tonterías), nosotros nos dedicamos a brujulear por abajo, mirar aludes y maldecir la nieve. En esas estaba yo por el aparcamiento cuando apareció un arrendajo. Vaya vulgaridad, ¿no? Bueno, los arrendajos son una de esas especies que disfrutan poniéndomelo difícil, y justo una semana antes una bandada se había estado riendo de mí en Vigo, así que les tenía algo de rabia. Pero este arrendajo no desaparecía, se limitaba a alejarse. Estoy seguro de que entendéis a qué me refiero, es el mismo comportamiento que desarrollan gorriones o palomas en las ciudades. No se dejaba acercar demasiado, pero estaba claro que no me tenía miedo. Ni a mí ni a otras personas. Ese arrendajo vivía en el parking, y dedicaba el tiempo a buscar restos de comida de los visitantes.


Este arrendajo (Garrulus glandarius) vive de los restos en parking de Fuente Dé.

Finalmente, pudimos subir y, nada más llegar, la historia se repitió. En esta ocasión, fueron chovas piquigualdas (Pyrrhocorax graculus) las protagonistas. La primera me sorprendió -¡Oh, mira, qué cerca, qué simpática!-, pero de pronto me di cuenta de que, como el arrendajo, aquellas chovas vivían de los turistas. De nosotros. Aunque no era, ni de lejos, un día con muchos visitantes, la bandada revoloteaba a nuestro alrededor, buscando -y consiguiendo- comida fácil. Estaba claro que aquello era lo normal. La verdad es que no debería sorprenderme. Muchas aves se adaptan con facilidad a la presencia humana y obtienen ventajas de la convivencia, y los córvidos tienen fama de ser especialmente listos. Por eso los hides con cebo funcionan tan bien, claro, tanto los de bebedero como los muladares: pones algo que las aves quieren, comida o bebida, y ellas bajan y te dejan unas vistas envidiables. Es la clave de su popularidad, por otro lado. Pero, ¿podemos hablar de naturaleza salvaje? ¿No vamos desplazándonos, acaso, hacia una naturaleza cada vez más doméstica?


La nieve molestó más a las chovas piquigualdas (Pyrrhocorax graculus
que a nosotros, por la bajada de visitantes que supuso. Aún así, insistían.

Pero no sólo los animales se ven afectados. Hay quien espera -vaya usté a saber por qué- que el campo sea cómodo. Gente que se queja de incomodidad porque no puede visitar un Parque de alta montaña con un calzado inapropiado (tacones y converse en un Picos nevado, ¿qué le pasa a la gente por la cabeza?). O de que Aigüestortes no es accesible con un carrito de bebé. O de tantas otras cosas. Nunca me cansaré de decir que la naturaleza no se adapta a nosotros, sino al revés. Si caminas con zapatillas de tela por la nieve, se te mojarán los pies y, a lo mejor (sólo a lo mejor), un itinerario de montaña no es el lugar para llevar a un bebé. A pesar de ello, estas actitudes calan, y llegan a los gestores, que hacen por mejorar la accesibilidad. Y, cuanto más caminamos en esa dirección, cuando más llenamos nuestra naturaleza de caminos, carreteras, parkings -lo habitual-, restaurantes, baños públicos, accesos sencillos -algo menos habitual- y demás, más modificamos estos entornos. ¿Qué tiene hoy que ver recorrer Picos de Europa, por poner un ejemplo claro, con lo que fue recorrerlo para Pidal, hace cien años? La respuesta es nada, y eso que la mayor parte del Parque no es accesible. Hemos llevado la conservación para el disfrute público como bandera durante más de un siglo, y aquí nos deja, ante una naturaleza que no es salvaje, porque ya la hemos domesticado.


Los senderos de tablas son una imagen habitual en nuestros espacios naturales.

A estas alturas de entrada, me siento como un viejete gruñón gritándole a las nubes, y probablemente el lector así me está viendo. No es así, esta vez, al menos, ya dije antes que no tengo una opinión firme a este respecto. Es cierto que no miro con buenos ojos la masificación de los Espacios Naturales, y este mismo verano agité mi puño hacia las nubes con artículos como el de las masificaciones en el Aneto o las denuncias por incumplimiento de los cupos en Ons. Pero no es ese el tema de la entrada. Incluso una presión turística  aceptable, con un cupo de visitantes basado honestamente en datos científico-técnicos, no cambiaría el asunto de fondo de esta entrada. La naturaleza, tal y como la concebimos, tal y como la vivimos, no es salvaje. ¿Es eso malo?¿Es bueno? No estoy seguro de que exista eso del bien. O el mal. Sólo hay lugares en los que estar.[2]



Aún podemos observar grandes necrófagas, como el buitre leonado (Gyps fulvus)
 sin ayuda en lugares como Monfragüe.

~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~·~

[1]: "...that the premises shall be held for public use, resort, and recreation; shall be inalienable for all time." Yosemite Grant Act, 1864.
[2]: "I am not sure there is such a thing as right. Or wrong. Just places to stand" Terry Pratchett, El Segador.