Cada Parque Nacional es diferente, pero todos son especiales, a su modo. Para aquellos que somos parqueros, cada uno que visitamos nos dará algo nuevo y diferente. Esta "campaña de primavera" va a ser especialmente interesante, con dos Parques canarios que no conozco (Caldera de Taburiente y Garajonay), pero empezó hace unos días, también con rumbo sur, pero algo más cerca. Debo reconocer que Doñana no entraba en mis planes iniciales, que apuntaban más en dirección a Aigüestortes, pero finalmente, al diseñar el viaje, acabó siendo la opción más deseable. Le tenía -le tengo- un poco de respeto a este Parque porque, como os contaba en el Piloto de este blog, yo me crié allí. Volver a Doñana no era sólo una cuestión de visitar un Parque nuevo, era una vuelta a las raíces en toda regla. Hacía unos quince años que no bajaba de Sierra Morena, que no volvía al que fue mi pueblo, Almonte, ni recorría los paisajes de mi niñez. Para semejante reencuentro, sin duda el tiempo que pude concederle se queda corto: fueron tres días, sí, pero con un mes tampoco me habría dado tiempo a todo. Mi prioridad fue, sin vacilar, cubrir el máximo número de ecosistemas diferentes, marcharme, en definitiva, habiendo sido capaz de crear una imagen mental de lo que Doñana puede ofrecer. Y creo, sin un asomo de humildad, que lo conseguí.
El Milano Negro (Milvus migrans) es absoluto dominador de los cielos de Doñana.
Pero, ¿qué es Doñana? Es importante entender que los Parques Nacionales, por su propio concepto, pueden ser acotados, se puede decir qué representan. Picos sería un ejemplo de alta montaña caliza, Cabrera de isla mediterránea, Timanfaya de paisaje volcánico joven... y así hasta quince. Doñana, por su parte, es un estuario terminando de colapsar, un campo de batalla donde el Atlántico y el Guadalquivir moldean el paisaje de modo continuo y a una escala difícil de concebir. De hecho es, más que la mayor parte de los espacios de la Red, un lugar efímero: hace seis mil años, Doñana era un estuario abierto, mientras que ahora son unas marismas. Hace algo más de cuatrocientos, Felipe II construyó una serie de torres en la costa, de las cuales la mitad fueron engullidas por el mar y la otra mitad están ahora tierra adentro. La playa de Castilla, esa enorme extensión de arena entre Huelva y Sanlúcar de Barrameda, es un sistema en constante movimiento, y la Doñana del futuro será, sin duda, muy diferente. Pero esos tiempos aún están por llegar, y hoy Doñana se compone de tres elementos principales: las dunas, la marisma y el monte. Cada uno de ellos tiene sus particularidades, y sus subdivisiones, pero creo que se trata de una buena forma de clasificar este Parque. Debo aclarar también que hablo de Doñana como un conjunto único, pero en realidad se compone de zonas con diversos niveles de protección (Parque Nacional, Parque Natural, Reservas Naturales Concertadas...). Entre todas conforman lo que se conoce como Espacio Natural de Doñana que, a efectos de este proyecto, será la unidad operativa elegida, por comodidad y porque creo que resulta lógico. Así que, con el ánimo de ver una buena muestra de cada uno de estos ecosistemas, Irene -colaboradora habitual de este proyecto- y yo cogimos el coche el Domingo de Ramos y bajamos al encuentro de mi niñez.
Si hay una especie que identifico con Doñana, esa es la Espátula Común (Platalea leucorodia).
Puestos a empezar, quisimos empezar por la Marisma. Yo tenía muy buenos recuerdos de la FAO, nombre que se daba a la zona en la que se encuentra el centro de visitantes José Antonio Valverde y en la que la propia FAO tuvo algunas fincas. En realidad, esa zona se llama Marisma Gallega, y para llegar elegimos el camino desde Villamanrique, que recorre kilómetros a través de los muros -pistas elevadas sobre tierra- por la zona norte del Parque. Ya desde el principio, las aves hicieron acto de presencia, en enorme número y variedad. Aunque los muros no permiten ir muy rápido, entre Villamanrique y la FAO median alrededor de treinta kilómetros, por lo que debería ser un viaje relativamente corto. Debería, claro, si no fuera porque cada poco nos parábamos a ver
otro grupo de pájaros diferente. Dejando la Marisma Gallega a la derecha, con agua y vegetación abundantes, fuimos avanzando poco a poco hacia el sur, hasta llegar a la FAO y su impresionante colonia de moritos. A pesar de tener el sol de cara -absurdo error de cálculo-, la escandalera que montaban era inconfundible, y en la primera línea de vegetación se podían ver cientos y cientos de ellos, formando la que es, sin duda, una de las mejores atracciones del norte del Parque. A cambio, debo reconocer que el Centro de Visitantes no está a la altura de su ilustre epónimo -principal promotor de la protección de Doñana-, con una exposición que, aunque aceptable para el tamaño y la ambición del centro, estaba en algunos puntos en un mal estado inexcusable. En la FAO, torcimos al este, para dejar a la derecha el Lucio del Lobo primero y Caracoles después. El primero tenía algo de agua y algo de fauna (aves acuáticas y una familia de jabalíes), pero el segundo estaba ya seco, anticipo de un mal verano para la Marisma. A nuestra izquierda merecen una mención especial las casas abandonadas y semiderruidas, donde anidan los cernícalos primilla y donde conseguí -por fin- ver un elanio azul. Seguimos el muro hasta el puente de Don Simón -tras pasarnos y dar una buena vuelta-, saliendo del Parque para dirigirnos, entre arrozales, a Puebla del Río, concretamente a la
Dehesa de Abajo. ¡Y vaya viento nos pilló! Durante el rato que estuvimos allí, el viento no dejó de soplar ni un instante, fuerte y constante en intensidad y dirección. ¡Ni siquiera en los observatorios estábamos a salvo! A pesar de esto, el paseíto que nos dimos -ni siquiera la ruta completa- fue entretenido. Cigüeñas a dos pasos, los primeros abejarucos del año, los patos, fochas y flamencos en la laguna, garcillas bueyeras en su entorno -es decir, entre vacas-... todo accesible y cómodo, y con la sensación de que una visita más larga era perfectamente posible sin saturarnos. De Dehesa nos dirigimos a
Cañada de los Pájaros, otra Reserva Natural Concertada de la que guardo muy buenos recuerdos. Plácido y Maribel, que la dirigen, son amigos de la familia desde hace años, y volver a Cañada me hacía una especial ilusión. Aunque los más puristas pueden echarse un poco para atrás -en definitiva, no deja de ser un núcleo zoológico con especies en diferentes regímenes de libertad-, todas las facetas de su trabajo (recuperación de ejemplares, mantenimiento de irrecuperables, educación ambiental, programas de cría ex situ...) hacen que sea un sitio que merece la pena visitar, y la pasión que ponen en su trabajo se hace notar.
El de las canasteras (Glareola pranticola) es un vuelo realmente impresionante.
Tras una noche algo más corta de lo que nuestros organismos deseaban, madrugamos el segundo día con un objetivo claro: el amanecer en El Rocío. Pero las cosas no siempre salen como uno quiere, y la aldea nos recibió con una capa de niebla completamente impenetrable. Pensando en intentar algo con los moritos y los flamencos que se intuían entre la niebla, cogí la cámara sólo para darme cuenta de que me había dejado la batería en casa. Facepalm. La verdad es que nos dio un poco de rabia, porque el amanecer sobre El Rocío es una de esas estampas que son típicas por buenas razones, pero así es la vida: las brumas matinales son frecuentes en la zona, como nos indica la toponimia local, y los olvidos son algo que cualquiera puede sufrir. Un poco frustrados, pero con intención de mejorar el día, nos plantamos en el Centro de Recuperación del Acebuche -previa vuelta por Almonte para recuperar mi batería- para remontarlo. Allí nos encontramos con Joaquín y Narciso, que ya trabajaban allí cuando yo era niño y que siguen dando lo mejor de sí mismos cada día para conservar Doñana. El Acebuche cambió mucho en estos años: el Centro de Recuperación como tal está cerrado y el conjunto está transferido a la Junta. Pero ahí siguen, haciendo lo que toque o lo que les dejen. Ese día, por ejemplo, tras alimentar a las malvasías europeas (Oxyura leucocephala), de lo poquísimo que queda del Acebuche que conocí, cogieron el todoterreno para adentrarse en el Parque y controlar los nidos de Águila Imperial (Aquila adalberti), como parte del programa de seguimiento de ésta, una de las especies más emblemáticas de la Península. Nos dieron además la oportunidad de acompañarles y ver de primera mano su trabajo. Hubo suerte, y en uno de los nidos ya estaban cebando a los pollos, prácticamente recién nacidos. Entre las paradas, el contraste de Doñana en todo su esplendor, desde la enorme Playa de Castilla, a través de las dunas, siguiendo la Marisma -que recorrimos de sur a norte-, hasta Caracoles, donde habíamos estado el primer día, pasando luego por el Coto del Rey en dirección al Ajolí y el Rocío. No me cabe en una entrada todo lo que vimos (especies y especies de aves, jabalíes, ciervos...) ni de lo que podríamos haber visto, pero es, de lejos, una de las zonas más ricas faunísticamente que conozco. Pasamos el Coto del Rey con ojo, porque es zona lincera -de hecho, hay zonas cerradas, supusimos que por alguna camada localizada-, pero si doce años en Doñana no me sirvieron para ver lince en libertad, ya habría sido suerte haber coincidido. En cualquier caso, fue una experiencia y una suerte enorme, tanto por el entorno como por poder ver en primera fila cómo sigue existiendo gente que hace posible conservar la naturaleza.
Los canales de la Marisma deparan sorpresas, como este martinete (Nycticorax nycticorax) adormilado.
Ya de vuelta en El Acebuche, nos quedaba otro compromiso: Antonio Rivas y el Centro de Cría de Lince Ibérico. Yo, que conocí ese centro hace años, cuando las trabas administrativas y la negativa a traer un macho lastraban el proyecto hasta hacerlo casi inviable, lo encontré muy cambiado. Quince años dan para muchos avances. Antonio, Sandra -una de las encargadas del Centro y que aún me recordaba- y Jess nos explicaron cómo se va desempeñando el proyecto, cómo se controlan los ejemplares y dónde se liberan. Aunque el acceso a las instalaciones está muy restringido -y tengo muy claro el objetivo de los centros de trabajo y que ese objetivo es prioritario sobre mí o sobre cualquier visitante-, debido a que las hembras estaban recién paridas, la verdad es que el sistema de cámaras que tienen, de buena calidad y varias de ellas manejables de modo remoto, daba para ver francamente bien a los bichos. De modo similar a lo que nos había sucedido de mañana, el hecho de poder ver el trabajo en vivo es algo maravilloso que pone en valor, aún más, todo aquello que vemos en un Espacio Natural Protegido. No es fácil, muchas veces no es agradecido, pero es importante. Todos ellos, los que mencioné y los que no, trabajan para proteger algo que también es vuestro... y no siempre se lo agradecemos como se merecen. Ya terminando en El Acebuche, y bastante fundidos, nos planteamos completar el día con una corta visita a La Rocina y su joya, el Palacio del Acebrón. No recordaba el Palacio -salvo los leones, a los que me subía de niño, antes de que lo prohibieran-, y la verdad es que tiene una exposición bastante interesante, centrada en el concepto de el hombre y el medio, fundamental en los Parques Nacionales. Tampoco recordaba la impresionante colonia de aviones comunes (Delichon urbicum), con los que pasé un buen rato, fotografiando o, simplemente, mirándoles volar. Nota final y negativa para el paseo circular sobre el arroyo de La Rocina. No es que no sea bonito ni agradable, lo es y mucho, pero en muchos tramos es un sendero de tablas elevado entre metro y medio y dos metros por pilares sobre el suelo, y se nota la falta de mantenimiento en la inestabilidad de bastantes tablones. No es seguro, y eso es algo inadmisible. Espero que la Junta se decida a repararlo o, al menos, lo cierre mientras sea así, porque no quisiera que la siguiente noticia que reciba de ese sendero sea que un visitante se lesionó al ceder la estructura. Es una lástima porque, como digo, el paseo es agradable y tranquilo, muy apto para cualquier visitante.
Ya retirada de la cría, Brisa, una hembra de Lince Ibérico (Lynx pardinus) se relame tras un festín.
Llegó así, nuevo madrugón mediante, el tercer y último día. El plan era hacer el turista, es decir, hacer la ruta de la Cooperativa, que usa unos enormes autobuses todoterreno muy característicos -algunos estoy seguro de que estaban en uso cuando yo vivía en Doñana- para recorrer el Parque. La ruta que elegimos fue la de las dunas, y esto tiene una razón de ser: el sistema dunar de Doñana no sólo es impresionante, es la razón por la que el Parque es como es. Es de los pocos lugares del Estado donde se puede observar un sistema tan grande y tan completo, un valor que, por suerte, cada vez apreciamos más. Nuestra ruta empezó por la playa y las dunas, doblando la desembocadura por Malandar, pasando por el poblado de La Plancha -que recrea las chozas marismeñas, alojamiento tradicional de los pobladores de la Marisma-, el Palacio de Marismillas -residencia de los Presidentes del Gobierno-, y la excavación del Cerro del Trigo -donde comenzó la búsqueda de la mítica Tartessos en Doñana-, antes de enfilar las dunas y volver a la playa. Esta ruta tiene la ventaja de que ves todo lo que hay que ver. Se ven la playa, las dunas, un poco de marisma, algo de monte blanco y algo de monte negro -matorrales dominados por el jaguarzo y el brezo, respectivamente-, no demasiado de cada, pero sí algo de todo. Por el camino, de nuevo, infinidad de aves -entre ellas un Águila Pescadora exhibicionista y las siempre agradecidas Gaviotas de Audouin-, así como ciervos, gamos y jabalíes, y algunas vistas espectaculares. Aunque para la fotografía fue el día menos agradecido -un autobús es un sitio incomodísimo para hacer fotos y las paradas eran pocas-, aún pudimos hacer cosillas, y la guía de la salida, Pilar, fue ilustrando sobre los diferentes aspectos de la ruta. Quizás por ser guía yo mismo, o porque hice esa salida cientos de veces de niño, creo importante valorar el trabajo de los guías, no siempre agradecido por los visitantes y clave para cualquier espacio natural. De vuelta al Centro de Visitantes del Acebuche - cuya ala de interpretación estaba cerrado, espero que por la hora-, poco nos quedaba más que dar una pequeña vuelta por la laguna homónima, un corto paseo por el sendero de tablas y los observatorios, construidos a la manera de las chozas marismeñas, antes de coger el coche y emprender el camino de regreso.
Los corrales de pinos son una imagen típica de las dunas de Doñana.
La visita a Doñana era algo especial para mí. Tanto por criarme allí como por llevar quince años sin ir, tenía muchas expectativas, y la verdad es que es un Parque que no defrauda. Es cierto que la visita fue corta -dos días y medio-, pero a base de intensidad y un recorrido que considero haber diseñado con una habilidad bastante notable, veo el objetivo cumplido. Muchas cosas quedaron sin ver, pero la imagen general del Parque quedó bastante completa. A pesar de que no fue un gran año de agua, y probablemente espera un verano duro, Doñana resultó un gran destino que no me hizo lamentar ni una vez haberlo elegido para esta ocasión. Tendré que volver, claro -¡Mira tú qué pena!-, y algo sé con certeza: no volverán a pasar quince años sin volver allí.
La ermita, la marisma y los flamencos. No está amaneciendo, pero cumplo el tópico.
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Quiero terminar esta entrada con un agradecimiento especial a todos aquellos que habéis hecho posible esta visita, os haya mencionado o no en el cuerpo de texto. Organizar una visita a un Parque del tamaño de Doñana con tan poco tiempo es siempre difícil, y la cantidad de kilómetros que tengo que recorrer para llegar no me dejan mucho margen de error, así que, por hacerlo posible, gracias. Tanto Irene como yo mismo salimos encantados, una desde la perspectiva de quien llega por primera vez y otro desde la perspectiva de quien vuelve a la que fue su casa. Espero que sea la primera de muchas.
Las fotos de Espátula (Cañada de los Pájaros), Canastera (Cañada de los Pájaros) y Lince Ibérico (El Acebuche) fueron realizadas sobre ejemplares cautivos que son parte de programas de recuperación.